Un optimista es el que cree que todo tiene arreglo. Un pesimista es el que piensa lo mismo, pero sabe que nadie va a intentarlo.
Jaume Perich
GETAFE/Todas las banderas rotas (18/12/2024) – En Gaza el genocidio que comenzó hace un año no solo no ha cesado, sino que se intensifica cada día. Ya me referí en otro artículo anterior al hecho de que son los niños los que más sufren esa tragedia, siendo totalmente ajenos al origen de la misma y, por tanto, absolutamente inocentes. Me han conmocionado mucho algunos datos de un estudio que el Centro Comunitario de Formación para la Gestión de Crisis, una ONG con sede en Gaza, ha publicado recientemente: el 96% de los niños en Gaza siente que su muerte es inminente y el 49% realmente desea morir, como resultado del trauma que están viviendo; este estudio también revela que el 92 % de los menores “no acepta la realidad”, el 79 % sufre pesadillas y el 73 % presenta síntomas de agresión.
Todos los niños, en todas las partes del mundo, tienen derecho a esperar una vida en la que sus necesidades básicas estén cubiertas, sobre todo tienen derecho a no ver truncada esa vida mientras son niños; tienen derecho a sentirse seguros, tienen derecho a no tener miedo. Tanto desde la racionalidad como desde un elemental sentimiento de empatía hacia esos niños que tienen pocas posibilidades de llegar a ser adultos, de cumplir sus sueños (si es que aún son capaces de tenerlos), de conocer una vida que no consista en guerra, destrucción y miedo, debemos rebelarnos, debemos exigir a los culpables que paren ya.
Pero, ¿quiénes son los culpables, los auténticos responsables? En primer lugar, claro, el Estado de Israel, encabezado por el gobierno más cruel de toda su historia, dirigido por un criminal llamado Benjamín Netanyahu. Si se tiene un mínimo de humanidad, resulta imposible decir algo a favor de quien está provocando esta masacre, y, sin que el cruel gobierno israelí o su presidente asesino pueda acusarnos de antisionismo, ya no cabe recordar que el terror comenzó porque Israel fue brutalmente atacado por una organización terrorista, nadie puede esgrimir el derecho de defensa como justificante de tales barbaridades y tantísima crueldad hacia los niños que ya dura más de un año. Todos sabemos que la razón es otra.
Y son muchos los que se preguntan: ¿Cómo es posible que un pequeño país –aunque, ciertamente, con una enorme capacidad de influir en la escena internacional- pueda llevar a cabo una acción criminal de tal envergadura sin que ninguna potencia le pare los pies?
Para responder a esta pregunta hay que anotar, antes de nada, una obviedad que la comunidad internacional no quiere mirar de frente: la prepotencia israelí y esta guerra de exterminio solo acabarían si Estados Unidos deja de mantener al Estado de Israel política, económica y militarmente. EEUU es, evidentemente, el máximo responsable, pero hay más: principalmente, Rusia, Alemania y la Unión Europea, cada uno por razones distintas, y, en menor medida, el resto de la comunidad internacional. Y no vendría mal que las Naciones Unidas fuera una organización que tuviera los medios para cumplir su misión que no es otra que el mantenimiento de la paz en el mundo; también en esto tiene un papel fundamental EEUU junto con las otras cuatro potencias que tienen derecho de veto en el Consejo de Seguridad.
Además, hemos de tener en cuenta otra circunstancia: el desarrollo, que parece imparable, de la ultraderecha prácticamente por todo el mundo. En Europa está presente ya en algunos gobiernos y parlamentos, pero lo más preocupante es el reciente triunfo electoral de Trump en EEUU. Si lo que digo en el párrafo anterior es cierto, no hay ninguna duda de que, con Trump en la Casa Blanca, podemos perder todas las esperanzas de que EEUU cambie de política. Lo que se espera, a partir de lo que viene diciendo el estrambótico personaje que los estadounidenses han elegido para que gobierne su país en los próximos años, es que Israel tendrá mucha más libertad para llevar adelante sus planes; también, al ver quiénes son los que formarán su gobierno, nos da pistas muy claras respecto a cómo será su política en los aspectos económicos, sociales y en el ámbito de las relaciones internacionales. Todo ello nos dice, con claridad meridiana, que no será el derecho humanitario internacional ni las normas derivadas de los organismos internacionales lo que guíe dicha política. Por lo tanto, en Gaza progresará el genocidio y, probablemente, Palestina desaparecerá, la guerra de Ucrania se inclinará a favor de Rusia y Oriente Medio pasará a ser el patio trasero de Israel donde hará y deshará a su antojo con el beneplácito de Trump.
Mientras tanto, en nuestro país, tenemos una economía que es la mejor de las 37 de la OCDE (The Economist dixit), pero, a pesar de esa buena noticia, no tenemos motivos para alegrarnos, porque, paralelamente, seguimos teniendo una gran cantidad de trabajadores pobres; muchos miles de hogares no llegan a fin de mes y sobreviven con ayudas de las administraciones o de familiares; la vivienda no es un derecho como quiere la Constitución sino un gran negocio para muy pocos y, no ya la propiedad de la misma, sino también el alquiler, resulta prohibitivo para la inmensa mayoría de los españoles; y hay más carencias y problemas.
Pero si salimos de la economía para adentrarnos en la política, ocurre algo muy similar: en el ámbito internacional, España cuenta con nombres de prestigio en puestos muy importantes, y en la UE y en otras organizaciones internacionales juega un papel mucho más relevante que en épocas pasadas. Pero la política interior, por el contrario, ya no consiste en atender a las necesidades y problemas de la población, sino en atacar al adversario con ocasión y sin ella, por cualquier medio, lo que incluye el insulto, la mentira, las noticias falsas y la búsqueda de cualquier hecho actual o pasado en la vida de las familias de los dirigentes que, aunque sea mínimamente, pueda ser utilizado para ese ataque.
Además, los casos de corrupción que afectan (o han afectado) a los dos partidos mayoritarios, se han convertido en la gran oportunidad para ejercer esa política a la que me refiero en el párrafo anterior con la muy entusiasta participación de algunos relevantes miembros de la judicatura, de la prensa amarilla y de organizaciones de ultraderecha que tienen una muy fuerte relación con otras de ámbito internacional.
Este modo coordinado de actuar de partidos, jueces, medios de la prensa amarilla y organizaciones ultraderechistas solo tiene consecuencias negativas: el gobierno –cualquiera que sea- tiene que dedicar grandes esfuerzos y mucho tiempo a contrarrestar esas acciones detrayendo esfuerzos y tiempo de su labor, lo que repercute negativamente en la ciudadanía. Por otra parte, la gente, al constatar que los políticos solo se ocupan de sus asuntos y no de resolver los problemas que importan al común, reniegan de la política y cada vez participan menos en ella. O lo que es peor, escuchan a la ultraderecha que les engaña diciéndoles que todos los problemas, por complejos que sean, tienen una fácil solución y terminan votando a los que no creen en la democracia y no tienen más objetivo que acabar con ella.
Por todo esto es por lo que temo al futuro en el que yo ya no estaré. Temo que la sociedad en la que tendrán que vivir mis nietos sea una sociedad en la que primen el egoísmo, la libertad mal entendida (¡carajo!) que solo será para unos pocos, la economía especulativa, la falta de solidaridad y fraternidad… Me pueden llamar pesimista con razón, pero no encuentro razones para el optimismo.