A mis padres, a mis hijas.
GETAFE/El rincón del lector (14/08/2024) – El niño Goyines guarda de su infancia, como todos, recuerdos de la escuela. Los amontona en su nostalgia como quien hereda botones en una cajita de sablés: embarullados sin más orden ni sentido que el que surge, esmerado, cuando el padre que es desde hace tiempo Gregorio desenrosca la tapa de su memoria y los extrae uno a uno para contarme, mientras los mima, la pequeña gran historia que cada cual encierra. Lo lleva haciendo desde que, acurrucados ambos bajo la manta del sofá del cuartito de estar de casa, aquellos botones manufacturados a base de añoranza y cariño le servían para mecer mis miedos y doblegar la voluntad de mis ojillos en su lucha contra el sueño.
Desempolvarlos para aquel menester no era cualquier cosa. Consciente o inconscientemente, Goyo establecía un orden jerárquico de recuerdos a la hora de sacarlos para mostrarlos, de manera que el primero y de más alto rango entre ellos lo ocupaba el maestro que le marcó de una vez para toda la vida. Quizá influía en esa percepción excepcional –quizá, digo– el que por aquel entonces ejercer la función docente implicaba casi necesariamente un nombre masculino precedido del nombramiento de Don y que fuera, o bien corto e incluso monosilábico, –Don Juan–, o bien extraño a los ojos de nuestros tiempos – Don Ladislao, que haberlos los había–. Por continuar con nuestra metáfora de la cajita danesa, ese Don Tal se correspondería con el más grande de todos los botones; en ocasión de igualdad de tamaño entre varios entonces se impondría el de mayor número de agujeros –cuatro frente a dos–, el primus inter pares y, de persistir el empate, en última instancia se alzaría con la victoria el de color más elegante.
En segundo lugar Gregorio rebuscaba hasta dar con el botón de los amigos. Pocos, por ser el suyo un pueblo no demasiado grande, y tan especiales como que siguen siéndolo setenta años después. Los caracterizaba en forma de círculos concéntricos en virtud de su complicidad en el aula común y todos ellos eran nominados, eso sí, con apodos y sobrenombres variopintos, ora ajenos, ora de raigambre familiar: Bonis (de Bonifacio), Calaveras –apellido tan verídico como su propietario– o El Mono, que debía tan curioso apelativo a que, obsérvese la casuística, se encariñó, siendo su poseedor apenas un nene, de uno de esos animales que formaba parte de una compañía circense de las que, itinerantes, se buscaban como podían la vida, fiesta a fiesta, pueblo a pueblo. Los amigos de mi padre siempre tomaron en mi imaginación la forma de un metarrecuerdo, pues los que yo tengo ahora acerca de ellos se gestaron a partir de los que ya eran suyos hacía unos cuantos años. Algo así como una suerte de dobleces y desdoblamientos del tiempo y la memoria, el deja vú de la confusión que provoca ver, en distintos tiempos y situaciones, botones iguales en tamaño, color y efecto.
En la contienda de mí contra el sueño y la manta, el hombre que fue el joven Goyo desenterraba del fondo de la caja su tercer botón de recuerdo, el vademécum universal y vital que representó para niños y niñas a lo largo y ancho de la geografía ibérica la Enciclopedia Álvarez. Tal como me contaba las cosas, me transmitía la sensación de que ese botón no destacaba por su tamaño –más bien era mediano– pero residía en él la virtud de cambiar de color según su posición respecto del plano y la incidencia de la luz sobre su superficie nacarada. En horizontal, la tonalidad predominante era la del granate oscuro, casi negro, y parcialmente brillante. Sin embargo, si te apostabas frente a una ventana de día y lo balanceabas con los dedos, aparecían en todo su esplendor un sinfín de radios esporádicos, azul topacio y oro, carmesí y púrpura, lima y beige. Yo podía permanecer así durante horas, ejecutando el mismo procedimiento hasta registrar en mi retina el último color posible. Y quizá de tanto mirarlo llegué a interiorizar que la virtud caleidoscópica de ese botón en concreto barruntaba en realidad un trasunto de la sabiduría total que era capaz de albergar aquel pequeño tomo esencial. Intuitiva, sintética y práctica, rezaba la portada. Y era verdad porque ese librillo abarcaba, casi por completo, el conocimiento que podía existir en la España posterior a la posguerra.
A punto de caer yo dormido justo tras ese botón acrisolado, Goyo escarbaba sin cesar en la cajita hasta encontrar el último, idéntico al anterior pero de menor tamaño, como un vástago que hubiera germinado de él por esporas, desgajado de su propio ser y con el que formaba una pareja indisoluble. Organizado en temáticas como estaba, en el capítulo de Historia de España figuraba la lista de los reyes godos, sin duda uno de los momentos cumbres del ejemplar. Uno de los hitos más importantes, de hecho, en el país de aquella época, que sin embargo mostraba una entidad y trascendencia absolutamente contradictorias porque sus razones de ser eran esencial y casi únicamente circunstanciales y de supervivencia pero, por el contrario, podemos encontrar vestigios de esa manera de aprender, memorística y musicalmente martilleante, hasta el fin del siglo pasado: en la tabla de multiplicar, en los accidentes geográficos, patrios y foráneos, en la química de los elementos periódicos. Y es que en el páramo económico, social y cultural que fue el franquismo, todo lo que cupiese dentro de esa minúscula enciclopedia universal, lo que pudiese contener una despensa casera o esconderse en una faltriquera bajo la enagua, había que cuidarlo con el mismo empeño con el que se custodian los botones dentro de la caja, para que no se extravie nada ni ninguno. Porque en un contexto de escasez extrema como ese, cualquier pérdida, por pequeña que fuera, provocaba una mella difícilmente reparable.
Así que conservar incólume la lista de los reyes godos resultaba tan básico en aquel entonces como podía serlo el mantener prendido un hogar en invierno, en tanto que permitía coser con un hilo rojo la dependencia de cualquier persona respecto de una parte intrínseca a su ser: el conocimiento. Salvaguardar el inventario regio por cualquier medio existente se tornaba una tarea imprescindible; arrebatárselo diariamente a la ignorancia y la destrucción propias de ese tiempo tan duro, haciéndolo con ello inasequible a su propia desaparición. Como si fuera el último papiro sin arder de la biblioteca de Alejandría o la única copia del Apocalipsis del beato de Liébana, fuera cual fuera su título, su autor o su temática, había que conservarlo porque eso equivalía a ponerlo a la altura de su propósito, a entenderlo como lo que era: un fin en sí mismo. Daba igual de lo que hablara; lo importante es que siguiera existiendo.
Evidentemente jamás le pregunté ni le preguntaré a Gregorio, ni a ninguno de sus amigos apodados, acerca de la influencia –doblemente real– en el día a día de sus vidas que ejercieron Ataúlfo, Sisebuto o Witiza. No lo haré, por razones básicas de admiración y respeto hacia ellos –hacia aquellos, se sobreentiende–, y también porque no resulta necesario. De la explicación inmediatamente anterior se desprende la terrible contradicción con la que han nutrido desde entonces parte de su memoria: debían aprender de carrerilla la relación de aquellos reyes postimperiales pero por el simple hecho de preservarla y transmitirla, de igual modo que se manifiesta hoy inocente la voluntad de las madres por guardar a sus hijas, en el cajón de una cómoda de alcoba, una caja de sablés con el único propósito de legar a otra generación un montón de botones que ya no se usan para nada más que desempolvar la Historia.
De todos los botones que conforman la reminiscencia de mi padre Gregorio, el más grande de ellos, el de cuatro agujeros y color más elegante, lo usó Rosario, su madre, para adjudicar un don de distinción al fajín de los domingos que se enroscaba alrededor del cuerpo mi abuelo Darío. De esa prenda todo me sorprendía: desde la manera de adecuarla al abdomen, con mi abuela fija en un extremo y Darío dando vueltas sobre sí mismo para acercase a ella como se hace en un baile de cortejo, hasta sus diferentes hechuras respecto a los que usaba en el día a día, sin duda menos galanas, a pesar de que ni el uno ni los otros mostraran su cara al exterior, embozados como estaban bajo varias capas más de ropa. Rosario anudó una tarde ese botón al lino del fajín de Darío, y lo hizo con el alma de todas las esposas y la precisión de una hilandera, tejiendo entre sí los cuatro agujeros al son del un, dos, tres costurero más habitual: apuntar desde debajo al centro del orificio, empujar con el dedal para atravesar la tela y tirar de la aguja para fijar el bramante a su postura definitiva. Por eso, donde quiera que se halle esa banda dominical de mi abuelo, el padre de mi padre, allí estará sujeto el botón que prendió Rosario, el más distinguido de la caja de sablés. Y ese… ese ya no se perderá.
Los botones de la amistad, esos que son iguales en tamaño, color y efecto, Gregorio los ha utilizado a lo largo de su vida a menudo, los recupera ahora con mayor dispersión en el tiempo, y los seguiré yo utilizando en su nombre cada día cuando las cosas ya no sean, pues es de la manera que él lo ha hecho siempre, sin fallar, como ha de tratarse a los amigos para que perduren más allá de la vida. En estos tiempos de hoy, Bonis, Pepe Calaveras o El mono son un abrazo del verano, la alegría de saberse aún unos cuantos en este lado de la existencia, la tristeza por lo contrario, el vino en donde la Tere y pláticas varias sobre la cantidad de la cosecha anual y la cría de la avutarda. En su adolescencia, precoz para nuestros días, estos amigos fueron caminos que se separaron para no volver a disociarse jamás, unidos como lo estaban desde la niñez por el torzal de una infancia de manual, en una tierra de campos poblada a saltos con majuelos de chopos y fuentes, un río subterráneo llamado por ello Sequillo, legumbre diaria, ropa limpia, honesta y raída, y espectaculares atardeceres trazados sobre el horizonte palentino a base de nubes cúmulos y estratos. Esos botones iguales en tamaño, color y efecto aparentan en la cajita no ser especiales sino comunes, pero nadie duda de que su trascendencia se asocia a la de una tela que refuerza los bajos de una prenda, de las que se zurcen por esa razón con puntada e hilo gruesos y robustos. El ropón así cosido nunca se deshilachará, y sus botones, a pesar de su apariencia común… esos tampoco se perderán.
Por haberlo costurado Goyines a su existencia desde los diez años, el botón caleidoscópico del librillo sapientín nos ha acompañado a mi hermano Carlos y a mí desde el tiempo que ni siquiera teníamos uso de razón. Como esos castillos de fuego que parecen no tener fin, que percuten primero el aire formando palmeras de hojas doradas y brillantes que luego estallan en forma de cohetes traviesos de decenas de colores, así la Enciclopedia Álavarez ramificó su contenido en los albores de la democracia, cuando el término enciclopedia dio paso al de libro de texto, más acorde con la modernidad de los tiempos. De esos libros nuevos es de lo que nos reclamaron nuestros padres durante años a mi hermano y a mí, llevándonos y recogiéndonos en la escuela, estudiando juntos por las tardes, procurando nuestro sustento diario e incluso endosando a nuestras canillas variopintos pantalones milrayas y campanas. Así que ese botón cumplió con creces el cometido que la Enciclopedia representaba, que no era otro que llegar a la orilla exhausto, a los veinte años de su nacimiento, para desovar allí el legado cedido a nuestra nueva generación. Y por eso es que ese botón tan bonito… ese tampoco desaparecerá.
Pero nuestra cajita de metal, como todas, contenía decenas y decenas de botones más, y no a todos les aguardó el mismo destino lustroso que a estos tres redondeles afortunados. A fuer de permanecer en el cajón de la cómoda de la alcoba, el transcurso del tiempo comenzó a extender su manto de olvido sobre los que nadie quiso ni reclamó y esos que quedaron empezaron a perder, por este orden, la visibilidad, la oportunidad y finalmente la utilidad que un día tuvieron. A la que llegó la segunda generación de propietarios, aquellos botones que no habían sido usados en faena ninguna se encontraron con que apenas eran removidos de su sitio para sobreescribir las letras de la memoria, siquiera en las ya escasas ocasiones que se destapaba la cajita. Le ocurrió por ejemplo al que encarnaba los zapatos reusados por Goyito y los que como él fueron, remendados una vez y otra con un trozo de cuero y varios clavos, para fortuna del pedestre y desgracia de sus pies. No mejor suerte corrió, por ejemplo, el que se identificaba con uno de esos días cualesquiera de los muchos al regreso de respigar o de las noches durmiendo en soledad y al raso en el campo. En nuestra pequeña hucha de un tiempo de latón encontramos cientos de esos recuerdos, abotonados y lánguidos, tratando de escapar de la postergación. Cientos que apenas si aportaron algo a la vida de Goyines, a las nuestras en general, y que acabaron irremisiblemente en el vertedero de la indiferencia y el silencio, al fondo de la caja, de donde no saldrían ya más.
De la impiedad de esa sombra de la amnesia no pudo escapar la lista de los reyes godos que, a pesar de haber recurrido en su momento al truco de una dicción machacona y mecánica, pasó en un breve intervalo de ser hegemónica a nutrir de significado a significantes como vestigio, reliquia, antigualla o, simplemente, algo del pasado. En efecto, Teodorico, Atanagildo, Sisebuto, Gutmaro y los demás no están presentes en ningún sitio de nuestras vidas modernas. No solemos elaborar estudios comparativos de elementos inconexos, como podría ser la creciente o decreciente vistosidad de las cucharas de alpaca en el arte contemporáneo, pero eso no significa que no se trate de una iniciativa relevante en la que podríamos abundar. Verbigracia, planteemos la siguiente hipótesis a verificar: la importancia en nuestras vidas de una persona, un objeto o una circunstancia es directamente proporcional al número de veces que lo pronunciamos o lo pensamos en un lapso de tiempo. Un planteamiento que podría entrar dentro de la lógica, pero que precisa en cualquier caso para asegurar nuestro argumento una verificación empírica. Y que se cumple sin ir más lejos, por ejemplo, en el día a día de los padres de un niño de 7 años cuando repiten con una frecuencia casi compulsiva el nombre del chaval o cuando, en el otro extremo, echamos cuentas de la cantidad de ocasiones en que esos mismos padres han recitado el listado regio objeto de nuestro estudio: posiblemente ninguna.
A día de hoy pronunciamos miles de veces al día la letra a, esencial en nuestras vidas como lo es la sal en la cocina; otras cientos la conjunción que, porque nos permite subordinar unos argumentos a otros; decenas las palabras mamá, papá, y los nombres de nuestros amigos, personajes de televisión y marcas de coches. Incluso hay términos que no se citan habitualmente pero que se piensan mucho: sexo, pan, papel higiénico o cielo, por poner modelos de amplio espectro. Incluso encontramos vocablos muy especializados a los que apenas recurrimos pero que en un momento, en un contexto o en una situación concretos pueden llegar a representar una parte muy importante de la realidad que vivimos: así, detergente, gonorrea, funeral, uña, híbrido o Juego Olímpico, entrarían dentro de esta categoría. Todos ellos, por unos u otros motivos, se nos vuelven importantes en determinadas ocasiones.
Sin embargo la lista de los reyes godos puede perfectamente engrosar el grupo de los recuerdos que ni siquiera se citan más allá de tres o cuatro veces a lo largo de una vida, y si eso. Y veremos la siguiente generación de utilitarios del lenguaje y de la historia, hasta donde llevan su empeño por empujarla al ostracismo. En una sociedad cuya jurisdicción la ejercen casi en exclusiva las imágenes, esos 33 nominales quizá no vean su desaparición, pero poco le faltará, porque si ha llegado el momento en que para recordarlos necesitamos recurrir a una fuente de información digital eso es porque ya han dilapidado la posición que antaño detentaron en el ideario y la memoria colectivos.
Sin embargo, debemos ser conscientes de que el conocimiento –del que esa lista forma parte– es una categoría creada por el ser humano para organizar la totalidad de su existencia, desde mensurar las magnitudes esenciales como el tiempo o el espacio a ordenar las diferentes clases o disciplinas científicas. Y como tal creación humana esta sujeta a variaciones y modificaciones en función del momento histórico en que nos encontremos o del contexto geográfico del que hablemos. Existen normas y métodos que ordenan las categorías del conocimiento: la hermenéutica, la propedéutica, el análisis, la síntesis, la deducción o la inducción, por ejemplo. Y también algunas leyes universales que de manera intangible rigen su avance, como el hecho de que una categoría del conocimiento que ya lo ha sido tiende necesariamente a dejar paso a una más avanzada no sin antes mostrar un mayor o menor grado de resistencia a la desaparición. Hoy, por ejemplo, nadie rinde culto a Amón Ra, Zeus, o Huitzilopochtli, porque se entiende que, aunque en su momento sirvieron para generar cosmogonías propias de civilizaciones milenarias, en realidad solo fueron sugerencias muy elaboradas de la fantasía de nuestros antecesores. Sin embargo, eso no quita que las religiones monoteístas de la actualidad, iguales en el fondo a aquellas, sigan vigentes, ordenando las vidas de miles de millones de seres humanos, como muestra de esa resistencia. De igual modo sobreviven las tareas artesanales de producción frente a las máquinas, los retratos en lienzo frente a la fotografía, o el universo Gutenberg frente a la pantalla, pero todos tenemos claro que en la inmensa mayoría de los casos las primeras han quedado relegadas a un ámbito anecdótico de nuestras vidas, como si dijéramos que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor y por ello no debe desaparecer.
Pues con la lista de los reyes godos ocurre algo similar. A menos que la alguien e urja o le surja una razón vital para ello –sea que se llame Gutrmaro, como mi compañero de facultad y catedrático de Historia, por ejemplo–, nadie emplea hoy su tiempo en recordarla ni mucho menos en obstinarse en legarla. Sin embargo el botón pequeño y caleidoscópico que la sintetiza lleva en su ADN, como el resto en la cajita de galletas, su propio instinto de supervivencia, y no ha dudado en mutar su esencia para certificar su perpetuidad, en este caso mediante los procedimientos de la trasmutación y la mímesis. Quienes reclaman su alcance y trascendencia en la actualidad han tenido claro que otros muchos no compartimos el criterio de importancia con que nació y que, para custodiarla y poder trasmitirla, han tenido que abotonar la existencia de aquellos 33 próceres a una tela que genéricamente lleva por nombre el de bandera y, en nuestro particular y de manera coloquial, la rojigualda, habida cuenta de la composición de sus colores.
Atribuyen a Aristóteles la idea de que la esencia es lo que hace que las cosas sean lo que son, aquellas cualidades sin las cuales una cosa deja de ser lo que es. Un chihuahua y un gran danés son perros los dos, pertenecen a la misma especie porque ambos pueden reproducirse entre sí y tener descendencia fértil, lo que determina que, esencialmente, son genéticos. Algo que no ocurre entre una yegua y un burro, por ejemplo, cuya descendencia, la mula, nace para siempre abocada a la sequedad y la soledad de no poder perpetuar el milagro de la vida. Siguiendo este razonamiento esencialista, una bandera se caracteriza por ser un trapo pintado de colores y no es descabellado sino razonable, no es despectivo sino descriptivo, argumentar que cualquier bandera que se nos venga a la cabeza – con la excepción de la que se esgrime para señalar o reclamar la paz – es, sencilla y esencialmente eso, un paño teñido con pintura. Cualquier otra consideración que merezca una bandera, sea cual sea, se adentrará de lleno en el mundo de lo irracional, de aquello que no supone nada más allá de que, como decía el mismo Aristóteles, todo lo que reside en el entendimiento ha residido con carácter previo en los sentidos.
Por desgranar algunas relevantes y reconocidas, muy claro parece el significado de la enseña de los Estados Unidos, con su increíble sentido de la utilidad y el realismo. Se rumorea en los billares desde Atlantic City hasta Oakland, y casi se asegura, que fue Betsy Ross (1752-1836), mujer perteneciente a la sociedad religiosa de los cuáqueros, quien le imprimió el carácter que todos conocemos en la actualidad –aunque haya cambiado constantemente de forma desde entonces– con las barras y las estrellas conceptualizando las colonias fundadoras primero y las colonias y los estados después, pintadas junto a un fondo que en conjunto evoca los colores de la Union Jack, el estandarte de la madre patria Gran Bretaña. Entonces fueron 13 barras y 13 estrellas, y hoy son 13 y 50, contando con que las dos últimas adquisiciones para los Estados, Alaska y Hawái, ejemplifican mejor que nada la voluntad imperial de ese país, de estar presente más allá de unas fronteras que cualquiera podría considerar como naturales, con permiso de los nativos indios. Pero aún así, una bandera como símbolo del nacimiento y desarrollo de un país no deja de ser un significante verdaderamente potente.
Sobre el origen de la bandera francesa que identificamos hoy, que es posterior y heredera de la Betsy, y también esencialmente un paño pintado, existen múltiples teorías: para algunos el azul representa la igualdad, el blanco la libertad y el rojo la fraternidad. A mí esto me parece muy banal. Otros opinan que el blanco supone la pervivencia de la monarquía francesa, que entre la acción y la reacción se negaba a desaparecer del todo. En una ocasión me pareció escuchar que la tricolor es un símbolo apropiado del brazalete oculto bajo las casacas y las camisas que utilizaron los primeros revolucionarios para identificarse entre sí y evitar ser confundidos con agentes infiltrados de las fuerzas del orden. Aunque me baila ahora la fuente de esta información, o no, me cuadra mucho esta última explicación, sobre todo si la careamos con la de La Marsellesa, el himno que parece ser adoptado de la entrada de los soldados venidos de toda Francia en auxilio del París asediado en 1792 por las fuerzas imperiales prusianas y austriacas que pretendían la restauración monárquica y la vuelta al absolutismo en Francia. Una bandera y un himno como símbolos de resistencia, desde luego son también elementos para envidiar.
Muy significativa es la Jolly Roger, la bandera pirata por excelencia, inmortalizada parece ser por el irlandés Edward England (1685-1720) a principios del siglo XVIII y reinventada decenas de veces después por un sinfín de marineros infames y rudos, sicarios despiadados cuya única voluntad consistía en teñir de rojo/rouge/Roger el agua de los mares océanos en los que perpetraban sus fechorías. También hay quien atribuye el diseño de esa tela siniestra a un homenaje al templario Roger II de Sicilia (finales del siglo XI–mediados del siglo XII) que, enfrentado con el Vaticano, se dedicó en vida a hundir cualquier embarcación relacionada con el Papado de manera que las tibias cruzadas vendrían a encarnar la cruz roja/rouge/Roger que es el símbolo de esta orden religiosa. Hoy por hoy, cualquiera es capaz de identificar ese trapo pintado con el oficio de la piratería, más allá del significado real que para todos aquellos hombres deshumanizados por la mar pudiera albergar, y sin duda mucho más allá de la versión edulcorada y naíf que hasta nosotros ha llegado.
Aunque para roja, la de la Unión Soviética, que vino a reemplazar al engendro del trapo zarista. Un verdadero pastiche este último de elementos encajados de aquella manera con el único motivo de justificar a base de toda la simbología distintiva disponible la existencia de un imperio nacido corrupto y en eterno estado de descomposición. Aquel grandísimo inútil heredero de inútiles que fue Nicolás II se revestía cada día con una enseña marcada por el dorado del supuesto esplendor que por ningún lado tuvo la dinastía de los Romanov; por el águila bicéfala, identificativa de todas las casas imperiales habidas y por haber a lo largo de la historia; por el cetro de mando y la tiara en cada garra del águila, símbolos de la unidad del poder político y religioso en una sola casa, en una sola persona; por coronas de diferentes tamaños por doquier en el zénit, posiblemente referidas al carácter hereditario e injusto del imperio; y finalmente por un escudo en el que no podían faltar el corcel, las armas y la representación de la victoria del bien sobre el mal, ejemplificado este último en un animal de corte seguramente mitológico. Pues todo ese entramado ficticio y grandilocuente de opresión vino a ser derrumbado y sustituido de manera magistral en el octubre de 1917 por la actitud firme de las miles de obreras de Viborg y San Petersburgo, que sometieron a las tropas imperiales y a su trozo de tela saturado de crueldad, falsedad e ignorancia de la manera que se ganan las guerras: conminando las madres a sus propios hijos soldados a que no dispararan una sola bala más en nombre de su opresor. A la que aquellas mujeres valientes tocaron a rebato, la bandera miserable zarista se deshizo como un azucarillo en el agua, como si nunca hubiera existido, porque todo el mundo conoce la bandera roja comunista y lo que representa para millones, pero prácticamente nadie sabría explicar a qué se debe la del imperio ruso. Lástima de la estrella estalinista sobre la hoz y el martillo, porque de no ser por ella, seguramente habría hoy un mundo mucho mejor.
A lo largo de la historia el ser humano ha engendrado por interés miles de ficciones, incluidas esos trapos de colores llamados banderas. Ha fabricado todo tipo de artefactos, inventado mitos y dioses. Y todo con el único fin de justificar sus miedos u ocultar sus miserias. En realidad, salvo la vida misma, que se escapa a su dominio y comprensión, todo lo que conocemos, toda representación material es obra del ser humano, incluso de aquella de la que reniega. En su increíble ignorancia acerca de sus capacidades o en una incomprensible renuncia a sus responsabilidades ha delegado en objetos muy variopintos la angustia que en ocasiones le provoca su propia existencia. Pensemos en su gusto por apropiarse de la guerra, innecesaria e injustificable de todo punto de no ser por los dioses y las banderas. Pensemos en estas mismas, esos trapos de colores que todo acreditan y que se utilizan generalmente como cinchas para embridar la discordancia o atacar a un enemigo creado. En los límites de su paroxismo, el ser humano ha atribuido a dioses de todo tipo y condición la idea y la necesidad de crearle a él mismo, cuando es justo al revés: que los dioses, todos, surgen de la imaginación del ser humano. No conozco ningún mono que rece, ni he hablado con piedra o nube alguna acerca de la idea de un ser supremo y creador, lo que irrefutablemente lleva a la conclusión que Dios no existiría sin el ser humano que lo soporta, le pese a quien le pese.
A diferencia de un botón, que tiene un valor en sí mismo, las banderas, los dioses o la lista de los reyes godos carecen de él. No hay brizna de valor material o práctico en un trapo pintado ni en una relación de nombres que no son ni por asomo los de nuestros hijos. Es mucho más útil un semáforo en el Paseo del Prado que la gigantesca bandera que ondea un par de kilómetros más al norte, en la Plaza de Colón, incluso aunque ésta tuviera un tamaño 20 veces mayor. Si desapareciera nadie sufriría su ausencia más allá del entramado mundo de los sentidos, pero si el semáforo se apagara se generaría un verdadero caos. Por eso hay que preguntarse por qué razón hoy en día las banderas abundan, proliferan, se reproducen como hongos. Si no tienen provecho ninguno… ¿por qué las tenemos hasta en la sopa? ¿Cuál es la razón que hay detrás para encontrarlas en todo tipo de adornos, pulseras, camisas, relojes o correas de perros y perras y en general todo aquello que pueda ser exhibido? Teniendo en cuenta además que bajo ellas o detrás de ellas se pueden encubrir buenas personas y malas personas, vagos y currantes, veganos y comedores compulsivos de chuletones, seguidores de la escalada sin arnés o fanáticos de un equipo de fútbol, participantes en orgías o castos puros. Es decir, cualquiera. Con independencia de todo.
Y cuando decimos con independencia de todo, es de todo, todo. Pensemos por ejemplo en el Bután, un país que viene a ocupar en el mundo el tamaño de la Comunidad de Castilla la Mancha y alrededor de un tercio de su población. Pienso en ella porque precisamente se estrena ahora El Monje y el Rifle, una película dizque deliciosa que habla de la transición de este pequeño reino ahora independiente, situado entre los dos países más poblados del planeta, desde una monarquía legendaria, hereditaria y casi teológica hasta un régimen de corte más o menos constitucional burgués. Su bandera, preciosa donde las haya, se enmarca en un lienzo rectangular cortado de esquina a esquina, de manera que se forman dos triángulos también rectángulos de colores anaranjado y rojo en medio de los cuales se alza, imponente, un dragón del trueno de tipo asiático, como los que vemos en los desfiles del nuevo año chino. Seguro que en Bután, país cerrado y desconocido hasta la médula, tienen su propio Jemad, su ejército disciplinado y sus órganos de gobierno, e incluso una población orgullosa de sí misma a la que forjaron a base de sus particulares treinta y tantos reyes godos. Y es altamente probable que en los desfiles del día nacional – Bod / Budismo / Budán / Bután – en los que se celebra su independencia respecto de La India, de Gran Bretaña e incluso del Bután mismo, toda esa población se cuadre ante el paño rectangular anaranjado y rojo presidido por el gran dragón del trueno. No lo harán el 4 de julio ante la Betsy Ross ni el 12 de octubre bajo la rojigualda, pero sí el 8 de agosto por su lienzo tintado, porque así está escrito que lo hagan en su particular enciclopedia Álvarez.
Del mismo modo, los que aquí se rinden ante la roja-amarilla-roja, la estelada o la ikurriña, guardarían honores a la bandera de Bután de haber nacido en Timbu, su capital. Algunos seguramente se rasgarían las vestiduras por ella e incluso darían su vida. Resulta más curioso aún que, a pesar de los apenas 15 kilómetros que unen a España con Marruecos y de que sus banderas son esencialmente iguales porque se trata de dos telas teñidas, sin embargo no veremos en Rabat honrar la de España, ni tampoco que en el Madrid o la Ciudad Real de las personas comunes que charlan al fresco y cosen botones a las prendas se paren al paso de la enseña alauí. Quizá porque mientras aquí se enseña en las escuelas que Theudis, Liuva y, sobre todo, Witiza y Rodrigo fueron nuestros padres fundadores y que el musulmán era un pérfido invasor, al otro lado del estrecho se explica a nenes de toda condición que fue Ṭāriq ibn Ziyād al-Layti, a la sazón gobernador norteafricano, quien aprovechó las rencillas entre las familias de aquellos monarcas, también infieles y vengativos, para adentrarse en la Península y hacerse en poco tiempo con todo el poder político con el fin de pacificarla.
Se atribuye a Samuel Johnson la frase de que El patriotismo es el último refugio de un canalla o El patriotismo es el último refugio de un sinvergüenza. Es una frase acertada que conviene no obstante contextualizar, porque ser patriota no solo no es un demérito en sí, sino que puede ser un orgullo. Lo único que, antes de adjudicarse la etiqueta de patriota, conviene definir qué es la patria, no sea que la confundamos con un trapo pintado de colorines y símbolos absurdos o con una lista de nombres que pertenecieron a individuos que, reconozcámoslo, no tenemos en realidad idea de quiénes fueron o dejaron de ser.
Yo creo que la patria es la que te proporciona un mendrugo de pan que llevarse a la boca cuando hay hambre, y no el subterfugio de un esclavista que no quiere cerca gentes que provienen de otras salvo si trabajan a dos euros la hora en un invernadero a 50 grados en plena canícula. Patria es una educación universal y gratuita, que nadie se quede atrás ni sin cura si no llega o está enfermo, gracias a que una economía bien planificada destina todos los recursos que genera a esos fines. Patria no es la de un millonario que gana a espuertas y nos reboza a cada paso su mérito sin que le conozcamos a él ninguno que haya hecho por sus semejantes. Patria es la que no enfrenta a ciudadanos de su país contra los de otra, sino que lo que busca es reafirmarse en la semejanza y en la solidaridad del que vive en la de al lado. Pero patria no es sin embargo la que mira a los iguales que viven más allá de sus fronteras como el enemigo a batir porque los trapos que dicen representarnos a ambos están coloreados de manera distinta o los triángulos rectángulos, isósceles y obtusos –sobre todo estos–, o las franjas o los puntos del Sol naciente que las decoran no son exactamente iguales. Patria es la de disfrutar los padres de los vástagos y verles sonreír y crecer y desarrollarse hasta el momento que sean capaces de entender el verdadero significado de la historia de los reyes godos y la de Tarik, que son la misma; no sin antes haber entendido ellos que las enanas vinieron al mundo para explicarles lo que en realidad significa la bandera del Bután. No es patria la que se asienta sobre las fantasías cosmogónicas de nuestros predecesores, a las que reconocemos su indudable sentido de la gestión y organización en el pasado pero que hoy resultan sencillamente inverosímiles. Patria no es la de esa mayoría que se reclama creyente sin conocer la totalidad de su creencia, sin siquiera haber leído sus libros fundadores, que en realidad solo les han llegado en forma de narración de lo que alguien dijo que alguien dijo que alguien dijo. Igual si lo conocieran todo en detalle dejarían de creer en ello. La mayoría de los que exhiben una bandera ignoran toda la historia que arrastra tras de sí, pero eso es lo de menos: lo importante es poder legarla como un fin en sí mismo, acurrucarse en ella y que alguien nos cuente una historia con la que quedarnos dormidos y por completo ajenos a la realidad.
Por eso, para mí la patria no son trapos de colores ni ensoñaciones divinas. Para mi juicio, la patria son todos esos botones que Goyo y Chelo con mimo en una caja de sablés guapa y eterna, desempolvaron en su momento justo para que Carlos y yo pudiéramos cobijarnos bajo un techo, comer un mendrugo de pan, estudiar en una escuela, sanar un tobillo roto y vestirnos a mil rayas. Como lo hicieron Rufina y Rosario, Darío y Cruz, y sus madres y sus padres, cada uno según sus posibilidades y a cada cual según sus necesidades. Como lo haremos nosotros con nuestras hijas. Y sobre esa patria, sobre esa y no sobre otra, es que hay que extender una bandera cosida con la tela mejor, la pintada con los colores más significativos. Y defenderla. Aquella con la cual todos podamos sentirnos arropados, tal como me sentía yo, justo antes de dormir, mecido por los botones de mis padres, bajo el calor de una manta que, por algo, aún existe.