En la cuna del hambre mi niño estaba.
Con sangre de cebolla se amamantaba.
Miguel Hernández
GETAFE/Todas las banderas rotas (16/07/2024) – En el genocidio que el gobierno israelí está cometiendo en Gaza, con los datos disponibles a principios de marzo del presente año, habían muerto más de 30.100 palestinos, de los que 13.230, casi el 44% ¡cerca de la mitad!, eran niños. Pero estas cifras responden, únicamente, a los muertos que han podido ser contabilizados; deberíamos sumar (pero no podemos) los desaparecidos, los que aún permanecen bajo los escombros, y los que murieron sin pasar por un hospital que registrara su muerte. No podemos saber cuántos niños más estarán en alguna de esas situaciones. También deberíamos añadir a los que mueren casi diariamente en Cisjordania. En la guerra invasora de Ucrania entre 500 niños (según EuroNews) y 2.000 (según Unicef) han resultado muertos; el 8 de julio de 2024 el Hospital Infantil de Okhmatdyt, ubicado en la ciudad de Kiev, fue alcanzado por un misil y ha quedado destruido.
Tengamos en cuenta, además, la enorme cantidad de menores que resultan heridos y mutilados en las guerras, lo que condicionará su vida para siempre. Otro aspecto a considerar es que son innumerables los que quedan abandonados y solos porque son sus padres y el resto de la familia los que han muerto. Cualquier conflicto armado que analicemos, de los muchos que actualmente están en curso, nos darán resultados similares: los niños sufren de manera despiadada y desproporcionada las consecuencias de las guerras.
El hambre que está presente en la mayoría de los países del tercer mundo –en algunos de ellos desde siempre-, se ceba de manera preferente en los niños que no llegan, en la mayoría de los casos, a la pubertad.
Determinados sistemas dictatoriales encarcelan durante largo tiempo e, incluso, asesinan a los adultos que se atreven a enfrentarse a ellos; en ocasiones no es necesario siquiera que lo hagan. Esto provoca otro gran número de menores que quedan abandonados a su suerte.
Estas tres: guerra, hambre y dictaduras son las principales pero podríamos seguir mencionando situaciones en que la conclusión ineludible es que los niños, que no provocan guerras, ni hambrunas, ni dirigen países de forma dictatorial, es decir, que son totalmente inocentes de lo que hacemos los adultos, han de sufrir, sin poder evitarlo, las consecuencias de esas acciones.
Por eso, muchos de esos niños huyen de lo que fue su casa y su país, buscando en otros, no ya una buena vida sino, simplemente, una vida. A veces, aunque el viaje a esos otros países es largo y durísimo, son sus propios padres los que les impulsan a que lo hagan, a pesar de que les quieren o, más bien, precisamente por eso, para que tengan la posibilidad de que consigan lo que ellos no pueden darles.
En estos días, en España, país de emigrantes, se habla y se discute políticamente sobre el “problema” de la emigración y, especialmente, de los menores emigrantes no acompañados, es decir los que llegan solos por las razones que he intentado explicar hasta aquí.
Lo primero que quiero decir al respecto es que la emigración no es un problema –mucho menos la de los menores que llegan solos- sino un derecho, tal como lo contemplan los diversos organismos internacionales que se ocupan de esta tragedia. Las diferencias de considerar la emigración como problema o como derecho son radicalmente distintas: los que piensan que es un problema, pondrán muros en las fronteras o impedirán que los que quieren llegar no se acerquen a ellas, incluso enviando al Ejército o a la Armada. Los que entienden que los emigrantes ejercen su derecho harán lo posible por acogerlos de manera racional.
El “problema”, como digo más arriba, no es la emigración, no es el hecho concreto de que lleguen a nuestras costas determinado número de niños solos; el problema es convertir en problema una situación que deberíamos considerar normal, el problema es convertir en ladrón y asesino a cualquiera que llegue sin los papeles en regla, el problema es llamar ladrones y asesinos a niños que solo pretenden sobrevivir y nos piden ayuda para ello.
¿Alguien que no se deje llevar por las mentirosas soflamas de la ultraderecha puede pensar seriamente que los trescientos y pico (o los dos mil que propone el Gobierno) distribuidos por toda España supondrán un problema? Ya, inmediatamente alguien sacará a relucir eso del “efecto llamada”. Pero yo no digo que no haya que hacer nada más que abrir las fronteras; sostengo que se ha de enfrentar la situación cumpliendo los tratados internacionales en materia de asilo y refugio, tratando a los migrantes como seres humanos con derechos; se deben establecer normas, sí, pero teniendo en cuenta, como dice ACNUR, que esas normas no son simplemente “beneficios” o graciosas concesiones de los estados, sino derechos subjetivos exigibles ante la administración, los tribunales y los parlamentos. Esto es así en todos los casos pero, cuando nos referimos a niños –sobre todo a niños que llegan solos-, no ya porque estamos obligados por los tratados internacionales, sino porque nuestra propia conciencia de seres humanos nos lo exige.
Por todo ello, lo que mantiene la ultraderecha española –aquí incluyo al PP puesto que mantiene la misma posición que Vox: efecto llamada, enviar barcos de la Armada para que no salgan los cayucos de los lugares de origen…-, no se debe aceptar ni desde el punto de vista legal, ni desde el sentido humanitario que debe presidir cualquier norma en este sentido, no nos dejemos enredar con argumentos de tipo económico o político, aunque los haya y se deban tener en cuenta. Pero tengamos muy claro que lo que realmente hay en sus peticiones de expulsión y en sus negativas a recibir a menores no acompañados en sus Comunidades Autónomas, es racismo, xenofobia y maldad, mucha maldad.