GETAFE/Todas las banderas rotas (27/04/2022) – En todas las épocas hemos escuchado ese tópico de “los tiempos están cambiando”, pero quizá nunca cómo de pocos años a esta parte ha dejado de ser tópico para pasar a ser una realidad patente. Una realidad que nos dijeron que era líquida, pero, como todo está cambiando a la velocidad de la luz, ya ha pasado a ser gaseosa.
Por lo que se refiere a España, fue en 2011 cuando vimos las primeras señales de que se estaba produciendo un cambio, cuando vimos que las plazas se llenaron de gentes que gritaban que los partidos no les representaban. Pocos años después Podemos consiguió cinco eurodiputados y la ilusión de muchos hizo crecer la esperanza de que las cosas, esta vez sí, iban a cambiar. Pero, ya se sabe, la ilusión, como la alegría, dura poco en casa del pobre. Solo diez años después, muchos de los protagonistas de aquel movimiento ilusionante han abandonado la política, algunos –cada vez menos- siguen peleando honestamente desde las instituciones por sus ideas y otros se han instalado en ellas como aquellos a los que en 2014 llamaban casta; en fin, son muchos los que llaman “Pudimos” a lo que queda de lo que nació en 2011.
Paralelamente, de manera solapada, ha ido creciendo el monstruo de la ultraderecha, hasta que se ha quitado la careta y, sin miedo alguno, ha dicho “¡aquí estoy!”. Por todo el mundo, también, por supuesto, en Europa y en España, han surgido partidos de ultraderecha, algunos abiertamente fascistas, que, incluso, han llegado a obtener parcelas de poder, bien regional como en España, bien estatal como en Hungría, Polonia, Brasil…
Los partidos “tradicionales” –y en este calificativo, por lo que se refiere a España, incluyo a la derecha, al PSOE y a casi todos los que se consideran izquierda del PSOE- culpan a los ciudadanos de haber abandonado la política y consideran que eso –el abandono de la política por parte de la ciudadanía- es la causa del advenimiento de la ultraderecha y del ocaso de los partidos. Sorprendentemente (o no) no se preguntan qué parte de responsabilidad tienen en todo ello. Y, por supuesto, tampoco ponen en cuestión el modelo de representación o, siguiendo a Sánchez-Cuenca, el concepto de intermediación, esto es, si los partidos siguen cumpliendo su función: traducir correctamente las demandas sociales en políticas públicas; si, en cuanto a la gestión de la res pública, responden a las demandas, necesidades y, por qué no, ilusiones de los que les votan. Porque de eso es de lo que se trata, y eso es lo que echan en falta la inmensa mayoría de los que repudian a los partidos. Y sostengo que esa es también la razón por la que tantos se han echado en brazos de los partidos de la ultraderecha que les ofrecen precisamente eso, lo que un día ya lejano les dio el comunismo, el socialismo o, incluso, la socialdemocracia. No les importa que Vox les esté engañando porque lo que buscan es recuperar la ilusión, quieren creer, como entonces, que la ilusión que perdieron hace tiempo, aún es posible.
Es muy cierto que no es el mejor momento social para plantearse cambios profundos en ese terreno, pero es muy difícil que, de aquí en adelante, lleguen tiempos mejores para ello así que, o los políticos demócratas escuchan ya atentamente a los teóricos que están estudiando este asunto y se ponen manos a la obra, o, de manera similar a como ocurre con el cambio climático, llegarán tarde; así como estamos abocados a una gran catástrofe medioambiental, puede que la democracia esté corriendo el mismo peligro si los demócratas –todos, no solo los responsables políticos- no ponemos ya pie en pared y nos negamos a aceptar como inevitable lo que nos intenta vender la ultraderecha.
No me referiré a los partidos a la izquierda de los socialistas que, en general, son poco más que testimoniales. En las actuales elecciones en Francia el partido socialista ha obtenido el 1,7% de los votos, lo que le lleva a la práctica desaparición. Es lo que ocurrió hace tiempo con el PSI en Italia o el PASOK en Grecia… Incluso he leído a algún periodista que se pregunta si el PSOE seguirá existiendo después de las próximas generales… Así que lo que hemos de preguntarnos es: ¿En qué han fallado los partidos? ¿Sigue siendo válido el sistema de partidos? ¿Hemos de cambiar el sistema o es posible su “reparación”?
Porque parece que la nueva política a la que vamos abocados consiste en establecer una comunicación inmediata y superficial del líder con los ciudadanos –convertidos ya para siempre en simples votantes- a través de las redes sociales, eliminando por innecesario cualquier nivel intermedio y, por supuesto, la opinión de los militantes. Los congresos y convenciones partidarios están destinados a ser meras plataformas de propaganda y, por supuesto, olvidémonos de eso tan anticuado del debate, la discusión política, la manifestación de cualquier discrepancia ideológica… Para eso ya están los tertulianos en la televisión y los ciudadanos reducidos a oyentes y espectadores.
De unos años a esta parte varias circunstancias han coincidido en el funcionamiento de la sociedad que, como es lógico e inevitable, se han incorporado a la vida de los partidos. La novedad de procesos de decisión acelerados, la tecnología de proximidad que ofrecen los móviles y las redes sociales y la perversa utilización de estas, permiten sustituir la conversación y alteran los tiempos políticos, los del debate y la reflexión llegando, en muchas ocasiones, a anularlos: las Ejecutivas partidarias pueden acabar siendo sustituidas por grupos de WhatsApp lo que a mí me parece nefasto pero a otros puede resultar muy conveniente.
Por otra parte, como ocurre en el resto de las organizaciones, los hiperliderazgos se han apropiado de las grandes decisiones en la era de la nueva política y los órganos internos de los partidos están siendo relegados a un papel secundario, sea lo que sea lo que esté en juego. Porque lo cierto es que los órganos de dirección de los partidos se han ido convirtiendo en grupos de adeptos –a fin de cuentas han sido designados por el líder-, donde apenas se escuchan críticas ni se encienden los debates y no hay participación en cuanto a la dirección política, asumida casi en su totalidad por el líder. El producto de todo esto son organizaciones cada vez con menos miembros, por supuesto acríticos, que no permiten que surjan liderazgos nuevos, donde el poder en los segundos y terceros escalones, en caso de que exista, es por delegación del líder; las grandes líneas políticas las fija la cúpula –compuesta por el líder y su “núcleo duro”- junto a un equipo de asesores que, en muchas ocasiones, suele ser ajeno al partido.
Los partidos exigen una, llamémosla así, “lealtad disciplinaria”. Sería aceptable si tal lealtad fuera a cambio de una mayor cuota de participación en política, es decir, no tiene sentido pertenecer a un partido político y aceptar su disciplina que, en ocasiones, puede conllevar una restricción de la propia libertad, si, como contrapartida, no hay ocasión de participar en las decisiones políticas o, aunque solo fuera a nivel de debate y opinión, en la política; porque los partidos tienen su razón de ser en la obtención del poder para intentar mejorar la realidad, que eso se da por supuesto, pero no deberían quedarse ahí, no pueden seguir siendo solo maquinarias que se activan exclusivamente para ganar elecciones cuando estas llegan, sino que también deberían ser instrumentos para la participación política de los ciudadanos en todo tiempo.
Los efectos secundarios que todo esto tiene sobre la democracia interna, la legitimación de las decisiones políticas y la propia supervivencia de los partidos como vertebradores de la convivencia democrática, se están viendo ya, pero se verán más nítidamente en los próximos años; los dirigentes políticos seguirán hablando de la desafección de los ciudadanos respecto a la política y a la participación de estos en la misma, pero, como de costumbre, no se harán responsables. El ciudadano y, sobre todo, el militante podrá tener la percepción ilusoria de una participación más directa, pero su participación efectiva en las decisiones se volverá cada vez más tenue; las formas de elección y selección de órganos aparentemente muy democráticas como pueden ser las primarias, en el contexto que he descrito, contribuyen a otorgar más autonomía y a acentuar el papel del líder porque ya no hay contrapesos en virtud de esa comunicación “próxima” de forma que, lo que parece ser una herramienta de democracia directa, pasa a ser un mecanismo de reafirmación del líder, algo poco democrático y letal para las organizaciones políticas: lo hemos comprobado en Podemos con Pablo Iglesias Turrión y en el PSOE con Pedro Sánchez.
¿Cuál es entonces la alternativa? ¿Propuestas como la de Yolanda Díaz? Históricamente los movimientos, frentes o espacios surgidos a partir de un líder carismático, en general, no son de feliz recuerdo, casi todos han acabado mal. Yo no tengo otro modelo que sustituya a los partidos, no sé si lo hay y veo experimentos como este con una mezcla de esperanza y miedo a una nueva frustración. Pienso que, así como de la democracia se dice que es el peor de los sistemas políticos si excluimos a todos los demás, los partidos, con todos sus defectos, todavía no tienen sustituto, aunque ¡deberían cambiar tanto!
Hemos de seguir reflexionando muy seriamente y, sin duda, debatir sobre todo esto. Quizás más que en movimientos con vistas a elecciones, habría que pensar en grupos de ciudadanos que quieran ponerse a pensar, debatir y sacar conclusiones sobre la política que queremos y cómo queremos hacerla.
Nos va en ello el futuro, más o menos democrático, que dejemos a nuestros hijos y nietos.