GETAFE/ Todas las banderas rotas (1/2/2022)- Se ha hablado mucho, en los tiempos de la pandemia, de las responsabilidades individuales y las institucionales, las de los ciudadanos como tales y las de las autoridades del ámbito que sea, buscando, otra vez, más los culpables que las soluciones. El uso de las mascarillas es un buen ejemplo: las autoridades utilizan el discurso del interés colectivo para descargar la responsabilidad en los individuos; es cierto que cada cual individualmente debe responsabilizarse de hacer todo lo que pueda para protegerse y proteger a los demás, pero la autoridad debe imponer normas, más allá de lo meramente individual.
Son muchos los que piensan que si no superamos la pandemia es porque no obedecemos –y señalan, por ejemplo, a los que no se ponen la mascarilla- lo que sirve a los gobiernos central o autonómicos como justificante para no mantener o endurecer las normas restrictivas a colectivos, a negocios o a determinadas actividades de ocio multitudinario lo que llevaría aparejado dedicar importantes sumas económicas a compensar a los perjudicados, así como a soportar la crítica de la oposición y la posible pérdida de puestos en las encuestas.
La famosa cuestión “salvar el verano” o “salvar la Navidad” hizo que, en opinión de muchos expertos -opinión que comparto- se abriera demasiado pronto el proceso de desescalada, que se pusiera por delante de la defensa de la salud, la defensa de la economía; las famosas olas son consecuencia de la relajación de las medidas de control, de la ausencia de vigilancia –en muchas ocasiones, sí, por falta de medios-, de sanciones demasiado leves a los que se han lucrado saltándose las normas. En este contexto el gobierno, llamado progresista, olvidó ese calificativo y se dejó arrastrar por los ultraliberales haciendo más fácil que el virus permaneciera e, incluso, se extendiera porque pretendió “nadar y guardar la ropa”, al evitar tomar decisiones duras, impopulares, pero absolutamente necesarias para frenar a la pandemia. Hay quien ha dicho que el desastre es vivir en el egoísmo criminal de trocar vidas por comodidades.
Habrá cosas que, pasada la pandemia, se quedarán; el problema es que unas pocas serán buenas y muchas no tanto. Seguramente una de ellas será el teletrabajo pero, probablemente, se organizará de forma que beneficie más a las empresas que a los trabajadores, porque no creo que estas piensen de qué manera se facilita la conciliación familiar, más bien si conviene o no a su cuenta de resultados. Otro asunto que previsiblemente se quedará es la atención telefónica en la asistencia sanitaria pública que nos presentaron como provisional y cada vez es más evidente que la trajeron para que se quedara; en línea con eso de que el mejor hospital es la casa de cada uno, ahora nos prometen la videoconferencia para aparentar que la atención pública se parece a la asistencia privada. Imagino a más de un/a anciano/a intentando explicarse ante el aparato y, más difícil todavía, procurando comprender lo que el médico o la enfermera, sin contacto humano, le dice que debe hacer… A eso, lo llamarán mejora de la relación médico-paciente o enfermera-paciente cuando, realmente, la destruye; y lo más triste es que muchos caerán en la trampa y se creerán que les beneficia sin darse cuenta que les venden una moto averiada.
La pandemia ha sometido al sistema sanitario a una presión tremenda que ha puesto en evidencia las carencias y problemas que ya tenía, además de añadir otros nuevos. Si las listas de espera eran un serio problema antes, ahora han aumentado aún más y, cuando la presión disminuya porque al fin se haya podido controlar al COVID –que no hacerlo desaparecer porque se quedará con nosotros-, habrá que ver como se atiende a los afectados por otras enfermedades que han quedado a la espera. Y habrá que hacer cuentas: por una parte, de cuántos han muerto por no recibir a su debido tiempo la necesaria atención; por otra, de cuántos han empeorado de sus dolencias por la misma causa y si hay recursos humanos y materiales para atenderles; y, finalmente, de cuánto nos costará todo eso en términos económicos y en consecuencias sociales. No es el más grave el problema económico porque quiero pensar –aunque muchos me tacharán de iluso- que, desde el gobierno central hasta el más humilde ayuntamiento pasando por cada uno de los gobiernos autonómicos, habrán comprendido que el dinero dedicado a la prevención de la enfermedad, a la atención de la misma y a la salud pública no es gasto sino inversión. Nos recuerda el salubrista Manuel Franco que lo más grave es la existencia de un divorcio entre el conocimiento científico/técnico y las decisiones políticas.
También son gravísimas las seguras consecuencias sociales. Por ejemplo, por fin se ha puesto sobre la mesa política el asunto de la salud mental. ¿Se traducirá la anunciada “estrategia” en profesionales y medios suficientes para atender tantísimas depresiones, tanto intento de suicidio, tanta desesperanza, tanta necesidad de recomponer vidas rotas?
Porque los poderes públicos deberían preocuparse por la forma en que saldremos todos de esta odisea y estar muy atentos a los niños, que sufrieron un confinamiento que, si para los adultos fue duro, para ellos fue durísimo y, para muchos, incomprensible; que tuvieron que cambiar la asistencia a clase y el contacto directo con profesores y compañeros por más pantallas todavía; que supieron de la muerte, muchos por primera vez, al enterarse de que ya no volverían a ver a sus abuelos…
A los jóvenes, que vieron interrumpidos –y, en algún caso, truncados- planes, carreras e ilusiones. Que, a pesar de que la mayoría han tenido una conducta ejemplar, han sido colocados por muchos en el punto de mira de la crítica despiadada -en demasiados casos indocumentada- a causa del comportamiento insolidario e incívico de unos pocos que pusieron su “necesidad” de diversión por delante del interés social, incluso de la vida de su propia familia.
A los adultos, que han sufrido la pérdida de empleos y, consecuentemente, de ingresos, lo que ha llevado a muchas familias a la pobreza, que les ha obligado a malvivir a costa de la pensión de sus mayores e, incluso, a acudir a los centros que repartían comida con lo que todo eso supone de orgullo herido y daño para la propia estima.
A los ancianos, los que quedan vivos después de ver cómo eran llamados por la muerte -antes de lo que les correspondía-, muchos de los que estaban con ellos en las residencias, convertidas en lugares siniestros en los que esperaban, con horror, no el fin de la vida plácido y tranquilo que les habían prometido, sino el hachazo invisible y homicida al que se refirió Miguel Hernández. Y SOLOS, en completa SOLEDAD.
Solo queda, con desconfiada esperanza, hacer una llamada a la utopía para los políticos que están en el poder y para los que están en la oposición: por lo menos hasta que la pandemia esté controlada, olviden su afán por arañar votos o por desgastar al gobierno, concéntrense, cooperativamente, en buscar soluciones a los problemas que nos esperan. Dejen los ataques, los insultos y los enfrentamientos para mejor ocasión y dennos un respiro a los ciudadanos, por favor.