«Todo necio confunde valor y precio»
A. Machado
GETAFE/Tribuna con acento (29/09/2021) – En 1984 se publicó el libro: “Desarrollo a escala humana: una opción para el futuro” (Max-Neef, Antonio Elizalde y Martín Hopenhayn). Su contenido está orientado en gran medida hacia la satisfacción de las necesidades humanas. Considera que la búsqueda de bienestar y la calidad de vida dependerán de las posibilidades que tengan las personas de satisfacer adecuadamente sus «necesidades fundamentales». Enumera que las necesidades son pocas (nueve), finitas y clasificables: subsistencia, protección, afecto, entendimiento, creación, participación, ocio, identidad y libertad. Según estos postulados las necesidades de las personas son las mismas en todas las culturas y en todos los períodos históricos. Lo que cambia, a través del tiempo y las civilizaciones, es la manera o los medios utilizados para la satisfacción de las mismas.
Años más tarde el PNUD 1990 (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), coloca a las personas en el centro del escenario y define el desarrollo como»el proceso de ampliación de las opciones de la gente, aumentando las funciones y las capacidades humanas». Introduce elementos críticos sobre el paradigma dominante del capitalismo-neoliberal en su versión actual que solo mide, pesa y cuenta, asignándoles un valor monetario a todo objeto o persona, la renta per cápita y el producto interior bruto, como principales indicadores de referencia: “dime cuánto tienes y te diré cuánto vales”, “más es igual a mejor”, “consumo luego existo”, “el precio como la medida del valor”. Ello nos aboca al mundo de las necesidades ilimitadas.
El PNUD introduce otros indicadores como equidad, inclusión, sostenibilidad, esperanza de vida, educación, salud, género. Considera que concebir las necesidades tan sólo como carencia implica restringir su espectro a lo puramente fisiológico, donde predomina la sensación de «falta de algo». Y es aquí, donde el consumismo toma las riendas y se convierte en árbitro supremo de la vida. El capitalismo y su publicidad han ido modificándolas necesidades profundas y verdaderas por seudo-satisfactores. Modelo de falso progreso que atenta contra la integridad de la persona, de las comunidades, sus culturas multiformes y de la propia naturaleza.
La necesidad de alimentarnos se ha convertido en productos ultraprocesados cargados de aditivos y herbicidas con un fuerte impacto en la salud y el medioambiente. Recuérdese el debate establecido en torno al excesivo consumo de carne o el deterioro del Mar Menor en estrecha relación con la agricultura intensiva.
La necesidad de salud vertebrada bajo esa trilogía de: un síntoma, un diagnóstico y la receta de un fármaco. Las empresas farmacéuticas se han ido adueñando de la investigación, la docencia y la clínica, con el apoyo de la tendencia privatizadoras de las autoridades sanitarias, en una sociedad medicalizada. La necesidad de protección, cuidar y cuidarnos, ha pasando de ser intrínsecamente una condición humana a un bien económico en tanto que tiene precio. Las residencias de mayores han sido la expresión más gráfica del negocio de los cuidados asignados en su gran mayoría a sociedades mercantiles. La creatividad y el ocio han sido sustituidas por cadenas de centros de diversión, con todo tipo de juegos donde la pasividad ante las pantallas es la norma. La libertad ha emergido como el derecho al «botellón» en plena pandemia. La educación y el conocimiento controlado por fondos de inversión, al igual que el acceso a la vivienda.
Así se ha mostrado en el tiempo de confinamiento más estricto de la Covid 19. Se ha desplegado una ayuda movilizadora, desde las propias fortalezas, demostrando, en un buen hacer comunitario para responder a las verdaderas necesidades y romper las soledades confinadas. Allí donde el Estado y sus instituciones no llegan se han acentuado el despliegue de los bienes inmateriales, relacionales y espirituales, de los que los seres humanos tenemos en abundancia. En estos tiempos de incertidumbre hemos podido interiorizar la importancia de lo verdaderamente humano: la escucha ante el dolor, el afecto compartido, la fraternidad, la solidaridad, la cooperación, la gratuidad, la contemplación, la capacidad de encuentro, de entendimiento y de organización, la confianza, la creatividad en las ventanas y calles, la producción de subjetividad e identidades y el enriquecimiento de la diversidad. Como se ha comentado en multitud de espacios, potenciar estas dimensiones debe ser el retorno a «la verdadera nueva normalidad».
Es en este quehacer colectivo y plural donde está surgiendo la capacidad de la construcción de sentido. Se da en el hacer y en afrontar los dilemas políticos y democráticos de esta nueva época. Lo que llamamos Derechos Humanos, reconocidos para el conjunto de la humanidad, está impreso en nuestra naturaleza. Hay que destacar que el grueso de las respuestas ante la pandemia han estado -como no podía ser de otra manera- más basadas en buscar una solución tecnológica para el corto plazo (la búsqueda de una vacuna que paliase la enfermedad). Pero al mismo tiempo deja abierto el dialogo sobre las causas que generan el estado actual y los desafíos a medio y largo plazo: afrontar las graves desigualdades para cubrir las necesidades básicas y la precariedad de las condiciones de trabajo. Se han acelerado procesos tecnológicos donde la mano de obra está siendo sustituida por la inteligencia artificial, al mismo tiempo que deja sin ingresos a amplias capas de la población. Situaciones todas ellas, en estrecha relación con el Cambio Climático, la transformación de las fuentes de energía, la redistribución de las riquezas, el disfrute de manera racional de los bienes comunales.
Es necesaria la participación directa de la ciudadanía más allá de la Democracia Parlamentaria y una nueva política arraigada en la justicia internacional. Se hace urgente un humanismo regenerado, que no es ni más ni menos que el despliegue permanente de la simbiosis de un «Yo y un Nosotros». Todo unido en sistema del Planeta Tierra.