GETAFE/Todas las banderas rotas (21/04/2021) – Los amigos de los regímenes autoritarios defienden que estos son mucho más eficaces porque no tienen que dar explicaciones, se ahorran burocracia, procesos participativos o consultivos y mandangas de esa clase. Por otra parte, hemos oído repetir a menudo que, para que la ciudadanía respete las normas y, en consecuencia, estas cumplan la función para la que fueron dadas, es necesario que los destinatarios de las mismas entiendan por qué y para qué se pretenden imponer; así es como deberían actuar las democracias.
Hay quien propugna la llamada democracia directa que consiste en que todos los ciudadanos reunidos discutan y decidan sobre las normas que quieren imponerse a sí mismos. Este sistema funcionó en la antigüedad en algunas comunidades pero, en el presente, dada la gran cantidad de personas afectadas, la complejidad de los asuntos que deben debatirse y otros condicionantes hacen que sea un sistema prácticamente desechado, a pesar de que determinados grupos políticos siguen defendiéndolo.
Precisamente por eso los sistemas democráticos establecen órganos e instituciones que tienen el papel de representar y dar voz a los ciudadanos; el primero de ellos suele ser el Parlamento que cumple esa función por delegación, es decir, los ciudadanos eligen a sus representantes para que, en su nombre, debatan y aprueben las normas que han de cumplir todos: es lo que llamamos democracia representativa.
Parece que, hasta ahora, no se ha encontrado un método mejor, lo que no quiere decir que sea perfecto. En teoría, el Gobierno está sometido al control del Parlamento pero todos los gobiernos tienen mecanismos para actuar fuera de ese control o, al menos, para disminuirlo y es aquí donde pueden surgir problemas; porque no hay duda que hay situaciones en que todo gobierno ha de tener un margen de actuación propia: urgencia, cuestiones imprevistas incluso por la Constitución, emergencias de tipo sanitario como la pandemia actual…, pero estas situaciones están regladas y reducidas a lo mínimo posible y, además, hay procedimientos establecidos para que los ciudadanos, bien de forma individual o de manera organizada, puedan participar en la gestión y toma de decisiones. Si la participación ciudadana no solo es deseable y conveniente en condiciones de normalidad, puede llegar a ser incluso muy necesaria en situaciones de emergencia, como en la presente.
En las democracias la participación ciudadana se concibe como un derecho y los poderes públicos deben respetarlo e, incluso, facilitarlo y fomentarlo; por ello, en todos los niveles administrativos, suele haber órganos, generalmente consultivos y/o con facultades propositivas –no decisorias- para dar cabida a dicha participación. Siempre existe el riesgo –en cualquier situación, pero más en las emergencias- de que los gobiernos o cualquier administración se olviden de esa obligación y prescindan de la participación de los ciudadanos con argumentos quizá razonables, pero que vulneran un derecho democrático, es entonces cuando la ciudadanía y sus órganos de participación deben estar vigilantes para hacer respetar su derecho democrático.
Porque gobernar no es lo mismo que mandar. Entre algunos gobernantes está extendida la idea de que la gente, por lo general, no sabe, no está preparada para entender cuestiones complejas por lo que, a la hora de tomar decisiones sobre asuntos difíciles, es mejor no contar con ella para no entorpecer o ralentizar el proceso de toma de decisiones. Evidentemente, esta es una pulsión autoritaria inadmisible en cualquier sistema democrático.
Pero, por otro lado, también existe otro problema que afecta a la ciudadanía; se trata de que esta se acostumbre a aceptar decisiones que, aun no siendo pertinentes, por el solo hecho de que provienen de los poderes públicos, ya se les reconoce un marchamo de autoridad y no se discuten. Esto –la pulsión autoritaria por parte de algunas administraciones, y la sumisión acrítica por parte de la ciudadanía-, en tiempos de pandemia está ocurriendo con excesiva frecuencia y corremos el peligro de que, cuando haya pasado la crisis sanitaria, ciertas medidas y maneras de actuar, tanto de las administraciones como de la ciudadanía, se queden para siempre empobreciendo nuestra todavía débil democracia.
Es por todo ello por lo que sostengo que en el devenir cotidiano de las sociedades, y, mucho más si cabe, en situaciones de crisis sean las que sean, debemos pelear por nuestro derecho a intervenir en los asuntos públicos, en todo lo que nos afecta directa o indirectamente como es, en el momento presente, nuestra salud y la de nuestros conciudadanos atacada por la pandemia de Covid-19 que está matando a miles de personas y poniendo en riesgo a nuestro sistema sanitario.
¿Cómo hacerlo? Exigiendo a nuestros representantes, sean diputados o concejales, que no se contenten con dar información sino que se preocupen de que funcionen de forma plena los órganos de participación existentes, que cuenten con ellos a la hora de planificar acciones y gestionar las crisis; los dirigentes de las administraciones deberían tener en cuenta que esos órganos están formados por personas que ocupan un lugar en la sociedad desde todos los ámbitos de la misma: técnicos, obreros, profesionales de todo tipo, capaces, por tanto, de opinar sobre los asuntos que se les someten.
Y cada uno de nosotros participando, en la medida en que cada cual pueda y según sus conocimientos y afinidades, en esos órganos de participación.
Otro problema que solemos encontrarnos en situaciones como la presente es que, no solo los gobernantes, sino una gran parte de la ciudadanía, suelen pensar que la mayoría está dispuesta a saltarse cualquier norma que se pretenda establecer por lo que no hay más remedio que imponer lo que se manda. También por esto las administraciones deben contar con los órganos de participación ciudadana. Es más probable que la gente se salte una norma que no comprende porque, como se suele decir, no se ha hecho pedagogía, es decir, porque no se le ha explicado o se ha explicado mal o insuficientemente. Es ahí donde tienen un papel clave los órganos de participación ciudadana que, al estar imbricados directamente en los barrios y en la vida cotidiana, les resulta más fácil hacer llegar los mensajes, explicar de manera comprensible las normas y animar a cumplirlas y, en un proceso de retroalimentación, hacer llegar a las autoridades el parecer y el sentir de la población destinataria de las normas.
En Getafe tenemos la suerte de contar con una infraestructura de participación ciudadana que puede ser la envidia de muchos otros municipios: Consejo Social de la Ciudad, Asambleas Ciudadanas, Consejos Sectoriales (entre ellos el de Salud)… Solo hace falta, por parte de la ciudadanía, manifestar sus ganas de utilizarlos para participar y, por parte de la administración municipal, eliminar cualquier traba para facilitar esa participación y tenerlos en cuenta a la hora de gestionar y tomar las decisiones que en cada momento correspondan. Solo así, estableciendo una relación fluida y cordial entre los que tienen por misión determinar las normas necesarias (Administración municipal), y los que pueden facilitar el cumplimiento de las mismas (Consejos Sectoriales y otros órganos de participación ciudadana), se conseguirá mejor dicho cumplimiento porque probablemente serán mejor entendidas y, por añadidura, fortaleceremos entre todos nuestro sistema democrático.