Vacunas, negocio y corrupción

GETAFE/Todas las banderas rotas (17/02/2020) – En el marco del terrible drama que supone la pandemia, la llegada de las vacunas se nos ha presentado como la gran esperanza, la solución aunque no fuera inmediata. Hubo, primero, un conjunto de buenas noticias: la ciencia había conseguido una vacuna que se mostraba eficaz contra el virus; poco después se supo que no era una sola, sino varias; se había logrado en un tiempo sorprendentemente corto; la Unión Europea había alcanzado un acuerdo con diversos fabricantes para que millones de dosis llegaran a los Estados miembros a un precio muy razonable… Vamos, que solo era cuestión de tiempo para llegar a la solución definitiva.

Pero los problemas no se hicieron esperar. En el plano europeo, las empresas farmacéuticas han mostrado su poder, que está por encima del de los Estados y el de la UE, ¿alguien lo dudaba? En el plano nacional, la lucha política continúa aunque vaya en contra de la salud de los ciudadanos y, por si no bastara con ello, han brotado como la mala hierba los insolidarios, sinvergüenzas y delincuentes que se aprovechan de su posición sin importarles el perjuicio que causan a los demás.

Hablemos primero de Europa. La pandemia, como ya se ha repetido innumerables veces, nos ha enseñado muchas cosas pero, también, ha sacado a la luz otras que quizá no queríamos ver aun sabiendo que existían. Una de estas es que el mercado tiene la capacidad de convertirse en un enorme bazar o en un mercado persa; quizá sea por eso por lo que los defensores del neoliberalismo no quieren que haya instituciones y mecanismos que lo regulen, saben que así es como obtienen mayores beneficios.

Lo que estamos viendo estos días, concretamente el conflicto entre la Comisión Europea y la farmacéutica AstraZeneca, solo es un ejemplo más de lo que defienden esos que dicen que el mercado se regula solo, que no necesita normas: las empresas farmacéuticas imponen un contrato leonino, con un secretismo superlativo y con unas condiciones que solo les benefician a ellas. 

Se critica a la Comisión Europea, se dice que ha negociado mal, y es una crítica fundamentada, pero no olvidemos que el problema no es de ahora, viene de una confianza que se ha demostrado excesiva en el buen hacer de todas las partes. Porque estamos pagando ahora haber consentido durante años que el sector farmacéutico operara con una total opacidad comercial, que pusiera siempre por delante sus propios intereses económicos antes que la salud pública y, sobre todo, aceptar que el sistema de patentes es algo sagrado, intocable, un sistema que considera más importantes los derechos de las empresas que la vida de las personas; hay muchísimos ejemplos a lo largo y ancho del mundo que demuestran que cientos de miles de personas, que podrían vivir y curarse si tuvieran acceso a determinados medicamentos, mueren de enfermedades evitables porque tienen la desgracia de vivir en lo que llamamos “el tercer mundo”. 

En el caso de la actual pandemia, han sido varios los países –especialmente India y Sudáfrica-, apoyados por oenegés de prestigio, los que han pedido que se supriman las patentes de vacunas y medicamentos relacionados con la Covid-19 pero los países ricos se han negado; también la UE y aquí la ironía de verse atrapada ahora en su propia trampa. Esa supresión permitiría que pudieran fabricarse esos productos por otras compañías y en más países lo que haría bajar los precios y facilitaría el acceso a ellos; pero la lógica del beneficio dice que eso no es un buen negocio para los que tienen la exclusiva de las patentes. Los que defienden dicho sistema argumentan que ninguna empresa arriesgaría su capital –que en un caso como el presente llega a muchos miles de millones- si no tuviera asegurado el mayor beneficio posible; lo que resulta inmoral en el caso de la vacuna contra la Covid-19 es que se ha conseguido, como ya comenté en un artículo anterior, con una inversión pública tres veces mayor que la que han hecho las empresas farmacéuticas. Por tanto, lo justo sería que, puesto que se ha pagado mayoritariamente con fondos públicos, los beneficios fueran más públicos que privados y que los Estados pusieran las condiciones, no las farmacéuticas.

Y ahora hablemos de España. Podría referirme a la utilización por parte de la oposición del drama de la pandemia para sus intereses políticos, pero ya es cansino. Ahora, con las vacunas, nos encontramos con dos problemas: que no llegan en número suficiente –de lo que la oposición culpa al gobierno- y que se están vacunando personajillos que no deberían.

En cuanto al primero de ellos, cualquiera que no esté voluntariamente ciego sabe que la responsabilidad no es del Gobierno central, que se dan dos circunstancias ajenas a él: los trucos a que están recurriendo las empresas farmacéuticas, quizá para subir los precios, y la mala organización de algunas CCAA. En cuanto a la primera ya he comentado suficiente; en cuanto a la segunda, no hay más solución que la aplicación de la más rigurosa responsabilidad de cada institución y la despolitización, de una vez por todas, de todo lo que tiene que ver con la lucha por la salud de los españoles. Porque hay CCAA que, después de haber exigido que se les dejara dirigir el proceso, cuando finalmente tienen esa responsabilidad quieren adjudicar su inacción o sus propios fallos al gobierno. Así, por ejemplo, la  Comunidad de Madrid, para maquillar la baja cifra de vacunados en los grupos diana, no dudó en vacunar a todos los trabajadores del hospital 12 de Octubre, pertenecieran o no a la primera línea de lucha contra la Covid como estipula el protocolo; también hay denuncias respecto al Gregorio Marañón y al de Getafe.

Quizás haya sido este tipo de actuaciones por parte de las autoridades, lo que ha dado pie a una colección de sinvergüenzas para pensar que ellos también podrían saltarse la norma. Hay quien ha dicho que los que “se saltan la cola” practican la llamada  picaresca española. Sostengo que picaresca es la del Lazarillo, la del que, como él, procura buscarse la vida, lucha por sobrevivir como puede porque sus condiciones son muy precarias; no llamemos pícaro, palabra que nos trae la sonrisa a los labios, a los que son sinvergüenzas y delincuentes que utilizan su posición de poder e influencia para su propio beneficio, eso hemos de llamarlo pura y simplemente, corrupción. 

De los dirigentes, sean políticos, militares, judiciales o eclesiásticos, los ciudadanos esperamos que sean ejemplares. No caben excusas, por otra parte tan burdas… Así, no pueden sobrar dosis si la organización prevé las contingencias que puedan presentarse y, para ello, además de controlar rigurosamente la lista de los que han de vacunarse en cada sesión, ha de haber una lista de reserva compuesta exclusivamente por miembros del grupo o grupos que toque vacunar. De no hacerse así, tenemos derecho a pensar que esos dirigentes no se están ocupando del bienestar de sus administrados, sino que practican el “sálvese quien pueda” y, claro, ellos pueden, la gente de a pie, no.

Tanto lo que está pasando en Europa como lo que ocurre en España, tiene una misma consecuencia, por supuesto muy negativa. La gente que, forzada por las circunstancias y ante la inacción de determinadas autoridades, tuvo que organizarse para ayudar a sus vecinos –por la pandemia, por la nevada, por la crisis…-, puede llegar a la conclusión de que las instituciones y las autoridades que, teóricamente, están para resolver problemas –no para crearlos- no son necesarias o, en todo caso, no merecen su confianza, y, en último extremo, que la política no es útil.

Quizá el sistema democrático liberal que se instaló en Europa al final de la segunda guerra mundial y que funcionó con éxito esté llegando al agotamiento, advierte la politóloga Cristina Monge, y esto que nos está pasando sea uno de los síntomas. Si no somos capaces de reaccionar, de aprender, de cambiar el rumbo, quien enfermará será la democracia. Y los primeros que habrían de hacerlo, para dar ejemplo a todos los demás, son los dirigentes y los partidos políticos. Antes de que sea demasiado tarde.