No. La vacuna no vale
si no es para todos.
Ya no quiero jugar más
al sálvese quien pueda,
quiero salvarme contigo
y todos juntos.
Fernando Lamata
GETAFE/Todas las banderas rotas (07/01/2021) – Se sabe que las vacunas no curan porque no son un medicamento que se administra a alguien que esté enfermo, sino que se ponen a los sanos para prevenir la enfermedad. También se sabe que, en una comunidad, es necesario administrar la vacuna a un número suficiente de personas para que dicha comunidad quede inmunizada ante la enfermedad de que se trate. Esto es aplicable a una ciudad, a un país y al mundo entero, es decir, aunque Europa o Estados Unidos consigan vacunar a un número suficiente de sus habitantes, deberían tener muy claro que no quedarán totalmente protegidos contra la enfermedad en tanto no estén vacunadas un número equivalente de personas en el resto del mundo.
Siendo esto así, no se entiende que los países ricos estén acaparando las vacunas contra la Covid-19. Un grupo de oenegés, entre las que está Amnistía Internacional, ha calculado que los países ricos –que representan sólo el 14% de la población mundial- han comprometido la compra del 53% de las vacunas, lo que supone que casi 70 países pobres solo podrán vacunar al 10% de su población en 2021. Esto significa que la ceguera egoísta de los ricos hará que sea inviable acabar con la pandemia o, dicho de otro modo, el primer mundo tendrá siempre el riesgo de que la Covid-19 vuelva a atravesar sus fronteras.
Por supuesto, ante este problema también hay que considerar el precio al que se venderán las vacunas, está claro que no todos podrán pagarlo. Las empresas farmacéuticas fabricantes hablan de donaciones, subvenciones, rebajas…, pero de ningún modo están dispuestas a ceder en su “derecho de patente”, o lo que es lo mismo: ellas son las dueñas del producto, ellas lo ponen a la venta y ellas fijan el precio porque han de recuperar la inversión realizada en la investigación y fabricación. Claro que, como han señalado ya expertos y oenegés, depender de la caridad o la buena voluntad de las empresas no es una solución aceptable porque, si se deja inalterado el sistema de patentes, la vacunación no se completaría en los países pobres antes de 2024 según un informe de Global Health Innovation Center de la universidad de Duke.
Y en este punto deberíamos hablar de ética aunque moleste a algunos. No es ético que las empresas pretendan sacar el mayor beneficio posible a costa de la salud, primero de los más pobres y, en último término, de todos, pero tampoco lo es que los gobiernos lo permitan. Porque conviene recordar cómo se distribuyen los costes de investigación y producción de esta vacuna: según los datos que recientemente ha hecho públicos la BBC, las empresas farmacéuticas han invertido en este proceso 2.800 millones de euros; determinadas organizaciones sin ánimo de lucro, 1.560 millones; y de las arcas de los Estados o, lo que es lo mismo, de los impuestos que pagamos los ciudadanos, han salido 7.150 millones de euros. ¡Cuánto se contradice el sistema capitalista! ¿No nos había dicho que quien paga manda, que el cliente siempre tiene razón? Si seguimos esos principios, las condiciones en cuanto a comercialización, precio, etc., no las deberían poner las empresas sino los Estados.
Porque hay otro aspecto de la cuestión que no deberíamos soslayar. La velocidad con que ha sido posible disponer de varias vacunas en tan poco tiempo se debe a diversos factores:
En China se identificó muy pronto la secuencia genética del ARN del virus y pusieron esa información a disposición de la comunidad científica mundial; esa misma comunidad sabía desde hace tiempo que la probabilidad de que surgieran pandemias de este tipo era muy consistente y, en consecuencia, venían preparándose para ello; a partir de ahí el esfuerzo científico ha sido cooperativo e impresionante. El proceso de aprobación que han de desarrollar los organismos habilitados para ello se hizo de forma continua, es decir, en lugar de esperar a que todo el proceso de investigación estuviera terminado para revisarlo y darle el visto bueno, en esta ocasión se ha seguido el sistema de revisión continua, examinando cada paso cuando este terminaba, lo que agiliza extraordinariamente el proceso porque cuando se revisó el último paso, todo el proceso estaba completado. También es importante que las empresas farmacéuticas no han tenido que asegurarse de que iban a poder vender el producto puesto que tenían el cliente asegurado, los Estados ya se habían comprometido a comprar enormes cantidades de dosis antes, incluso, de comenzar el proceso de fabricación; lo habitual es que dicho proceso no se inicie si no tienen asegurado un mercado suficiente porque, lógicamente, ninguna empresa se arriesga a afrontar los enormes gastos de dicho proceso si no cree tener asegurada la recuperación de la inversión y el correspondiente beneficio.
Y todavía hay más. Los Estados, a pesar de ser los que más dinero han puesto, han acordado con las empresas farmacéuticas que si hay efectos adversos no identificados previamente, no será la empresa quien se responsabilice de ello, sino que será cada uno de los países quien pague por lo que ocurra en su propio territorio.
Así que nos encontramos con un negocio que cualquier empresa, de cualquier sector, emprendería sin dudarlo un instante: escasa inversión porque el grueso de ella proviene de fondos públicos; clientes asegurados sin necesidad de hacer estudios de mercado ni costosas campañas publicitarias; y, finalmente, exención de responsabilidad en caso de que su producto cause daños al consumidor.
La pandemia ha traído mucho dolor, ha sido una enorme tragedia. Lo ha sido, sobre todo, para los que se han quedado en el camino y para los que les querían. También para los que estuvieron hospitalizados y los que pasaron muchos días en las UCI dudando de si saldrían o no. Lo es aún para los que padecen las consecuencias de la Covid-19, una nueva enfermedad llamada “Covid persistente” que castiga a esos enfermos con una media de 39 síntomas que les impide llevar una vida normal. Es un drama el que están pasando los que tuvieron que cerrar su negocio o lo mantienen a duras penas, así como los que perdieron su trabajo o están sometidos a un ERTE que no saben cómo acabará. Y, además, la inmensa mayoría de las personas, las que no se comportan irresponsablemente, viven con el temor de que la enfermedad les pueda alcanzar a ellos o a los que más quieren.
Por todos estos debemos alegrarnos de que hayan llegado tan pronto las vacunas que, sin ninguna duda, suponen la esperanza de acabar con la pandemia. Y es por todos ellos, en todo el mundo, por lo que hemos de hacer comprender a las autoridades que la pelea no es, no puede ser, cuantas dosis me llegan a mí o si me envían más o menos que a la comunidad de al lado. Deben comprender que si acaparan vacunas para su ciudad, su comunidad o su país y, al mismo tiempo, dejan sin ellas a otras ciudades, otras comunidades u otros países, no será posible erradicar la pandemia que, como un bumerán, se volverá contra los que no tuvimos la generosidad y la clarividencia de entender que si no nos salvamos todos, no nos salvaremos nadie.
El plan de vacunación en España, como en todos los países desarrollados, ha establecido la secuencia temporal que ha de seguirse para aplicar las vacunas, situando en primer lugar a los grupos de población más expuestos o que deben ser protegidos antes. Lo mismo debería hacerse a nivel mundial, esto es, las vacunas deberían distribuirse independientemente del poder adquisitivo de las poblaciones o los países; debería protegerse, por encima de todo, a los más débiles, a los que no tienen posibilidades de obtener la vacuna por sí mismos.
Si no lo hacemos por espíritu humanitario, por generosidad o por fraternidad, hagámoslo por egoísmo. Porque sostengo que, de no hacerlo así, valorando por encima de todo lo público y la equidad, cualquier vacuna será inútil, esta o cualquier otra pandemia volverá a alcanzarnos.
José Valentín.
8 enero, 2021 at 8:49
Totalmente de acuerdo, Antonio. Muy sintético y claro. Feliz Año.