GETAFE/La piedra de Sísifo (22/12/2020) – Dentro del amplio abanico de personas que pululamos por el planeta, hay un grupo que hace de festividades como la Navidad, un fin sagrado en sí mismo. Ya sea por devoción ciega, por costumbre o por conveniencia, viven solo por y para estas fechas y, como los buenos profesionales falleros, que empiezan a preparar el ninot del año siguiente el día después de terminar las fiestas valencianas; esas personas comienzan a estrujarse las meninges sobre qué y cómo harán en el mes de diciembre, a partir del mismo día 7 del enero anterior.
Nadie duda del descomunal interés económico que rodea toda la parafernalia navideña, los regalos de todas clases a grandes y pequeños, la industria alimentaria alrededor de los pantagruélicos banquetes familiares, de amigos o de empresa o el mundo de la moda con los trajes de fiesta primero y las rebajas después.
Así lleva siendo cerca de un siglo y todo apunta a que continuará varias décadas más. No suena extraño entonces, la frase más escuchada desde el mes de octubre, después del rosario de improperios dirigidos al virus: Salvar la Navidad.
¿Salvarla de qué o de quién? No voy a discutir ahora la veracidad del hecho celebrado, ni lo oportunista de las fechas, ni la hipotética eclosión de buenos y nobles deseos, hoy no toca, pero si conviene poner las prioridades en su sitio y hablar de lo que nos jugamos:
Nos arriesgamos a pasar un buen rato con familiares y amigos muy cercanos, y que este sea el último.
Apostamos lo más valioso a darnos un baño (envenenado) de multitudes por zonas comerciales, habiendo comercios cercanos que están sufriendo, para comprar unos regalos que bien podrían ser una despedida de la persona regalada.
Desafiamos a la naturaleza y la suerte, acudiendo a fiestas donde se prodiga con generosidad una barra libre de virus que nos romperán la vida.
Decidimos, por pura autocomplacencia, confiar en una vacuna que, aunque cercana, tardará algo en llegar a todo el mundo, algo más en ser administrada en sus dosis necesarias y mucho más en hacer el efecto deseado.
Nos cegamos, en resumen, haciendo una exhibición de cerebro reptiliano y dejando de lado la imprescindible empatía, en un inapropiado concepto de la diversión que traerá más dolor y lágrimas de los ya padecidos, una oda al sufrimiento propio y ajeno y una angustia y ansiedad por toneladas de las que después no valdrá arrepentirse.
Me niego a aceptar el argumento de “es mi vida y hago con ella lo que quiera”, porque no es tirarse por un puente en soledad, es tirarse unido por una cuerda invisible a todas las personas que haya alrededor y que caerán irremediablemente detrás sin tener culpa de nada.
No sé si hay que “salvar la Navidad”, esta Navidad, de este año, con esta gente; en aras de asegurar la celebración de navidades futuras. Quizá. Solo sé que podemos ser felices sin ostentosos decorados, ni comilonas absurdas, ni fiestones salvajes. Hagámoslo…
Felices fiestas