GETAFE/Tribuna con acento (21/10/2020) – Era ayer, 14 de marzo, cuando se proclamó el estado de alarma en nuestro país ante la Covid-19. Desde entonces han pasado ya más de siete meses y ha dejado al descubierto la debilidad -entre otros factores- del modelo sociosanitario y el impacto desproporcionado sobre las personas mayores, evidenciando una profunda crisis estructural en el sistema de cuidados de larga duración. Desde los primeros meses de esta pandemia, hemos comprobado que los problemas a los que nos enfrentamos no son consecuencia exclusiva de una mayor tasa de mortalidad en edades avanzadas, sino también de la discriminación que sufren y de las desigualdades estructurales.
Dos consideraciones. Primero decir que para la gran mayoría de las personas de este colectivo las condiciones de vida han mejorado, la esperanza de vida ha aumentado, dedicando una gran parte de su tiempo libre a actividades creativas o relacionales. Una segunda consideración -más minoritaria-, pero de enormes repercusiones, ha sido el escenario de «puertas adentro» del área de los cuidados de larga duración. La teleasistencia, la ayuda domiciliaria, los centros de día/noche, la atención residencial, ambulatorios y Hospitales, pacientes y profesionales, han sufrido de manera significativa.
El cierre de los Centros Municipales de Mayores, donde recibían servicios de peluquería, podología, actividades de ocio y relación, comedor, etc., y que servían de espacios de socialización siguen estando confinados. Se redujeron sustancialmente los servicios de ayuda a domicilio manteniendo solo los servicios mínimos. Son decretos que recayeron básicamente en los cuidadores familiares. Es un cuidado básicamente informal y muy feminizado, con escasa presencia de la atención profesional.
Quizá el impacto mayor lo constituyen los elevados índices de mortalidad entre las personas mayores que viven en residencias, más de 20.900 muertos con Covid-19 o síntomas compatibles (según cifras del 18 de octubre ofrecidas por RTVE). Estamos ante un sistema de macro-residencias, que dificulta la personalización del cuidado. En ellas predomina el criterio mercantil sobre la medicalización y el cuidado. A ello hay que añadir la ausencia de un Plan de Atención socio-familiar en los procesos de despedida y duelo de las personas fallecidas por coronavirus.
La infradotación de recursos del sistema de atención a la dependencia ha contribuido a agravar el impacto negativo de la pandemia en la vida de las personas mayores. El retraso en la gestión de los expedientes, la persistencia de las lista de espera, supone dejar en manos de las familias la responsabilidad del cuidado.
Al margen de la contabilidad estadística por Covid-19 se ha paralizado la asistencia sanitaria y social de las personas con enfermedades crónicas. La atención a la salud mental, también ligada a la enfermedad y la soledad, ha sido una de las demandas más contundentes por parte tanto de los pacientes como de sus familias.
Hemos de ser conscientes que nos encontramos ante una catástrofe con impactos desconocidos que ha desbordado a las diferentes áreas del bienestar (garantía de rentas, empleo, salud, educación, servicios sociales) y a sus profesionales. Esta experiencia requiere una mirada holística que cuente con la transversalidad de la coordinación de los sistemas de protección social. Es necesario dar visibilidad a lo acontecido y dotarnos de una serie de indicadores compartidos en la perspectiva de prevenir.
Resolver urgentemente lo que no puede esperar: el mantenimiento y agilización de las Ayudas de Emergencia Social eliminando trabas burocráticas; la importancia de priorizar a las personas que más lo necesitan y que en muchos casos son las que menos solicitan ayuda como aquellos hogares que carecen de dispositivos electrónicos y viven en plena soledad. Estas medidas requieren el refuerzo de las plantillas y la aplicación urgente de la Ratio de Trabajadoras Sociales.
Uno de los principales retos es garantizar una atención adecuada a las personas dependientes. Para ello, se requiere un sistema público de cuidados que permita afrontar situaciones que, por su naturaleza, no es fácil cubrir con recursos privados. Ello implica el reconocimiento y fortalecimiento del llamado Cuarto Pilar del Estado de Bienestar. Es decir, aumentar la inversión social y modificar el uso de los recursos públicos, para garantizar la universalidad real, aumentar la intensidad protectora. La mejora en la calidad de la atención residencial constituye una necesidad prioritaria, ya que es el recurso que cubre a los dependientes más vulnerables.
Afrontar medidas para facilitar la conciliación vida familiar y laboral, especialmente cuando los dos progenitores estaban en servicios esenciales y los/as abuelos/as en aislamiento en sus respectivos domicilios por el confinamiento. Medidas de apoyo a las personas cuidadoras no profesionales (servicios de atención domiciliaria para descanso/respiro de la persona cuidadora, programas de ingresos residenciales temporales, programas de apoyo y formación,…). Apostar por el desarrollo de un sistema de cuidados de proximidad y domiciliarios públicos, actualmente infradotados y con baja intensidad horaria.
Promover la dimensión relacional, la organización comunitaria como una estrategia clave para afrontar y salir de cualquier crisis y reforzar el tejido asociativo en los barrios. Los procesos comunitarios pueden ser parte fundamental y contribuir a la construcción de soluciones colectivas.
Estos son algunos de los requisitos necesarios para que las personas mayores sientan que, en los momentos más graves que vivimos, su dignidad es cuidada como el mayor tesoro de nuestra sociedad humanizada.