GETAFE/Todas las banderas rotas (17/06/2020) – Sin apenas darnos tiempo a que nos hiciéramos conscientes de que teníamos un gravísimo problema, antes de que la OMS declarara que la emergencia internacional había pasado a ser una pandemia, muchos medios de comunicación y la casi totalidad de los opinadores de ocasión –ambos situados en la derecha- nos ilustraban diaria y machaconamente con algunas ideas, pocas pero contundentes, sobre lo que había que haber hecho y quiénes eran los culpables; cumplían la anécdota del pistolero de Texas que cuenta María Neira, Directora de Salud Pública de la OMS: primero disparaba y después colocaba la diana allí donde habían ido las balas… ¡acertaba siempre! Y es que los profetas del pasado no corren riesgos, como el pistolero de Texas siempre aciertan.
Cuando en Wuhan aparecieron los primeros casos de lo que más tarde se llamaría Covid-19, se habló de neumonía atípica no identificada, solo unos días después se identificó la causa: un virus; poco después era un brote epidémico con una mortalidad desusada y trasmisión comunitaria y, pocas semanas más tarde, la OMS declaró que era una pandemia. ¿Se equivocaron los que definieron los primeros casos como neumonía atípica no identificada? No, actuaron de acuerdo al conocimiento que tenían en ese momento y su actuación fue evolucionando de acuerdo a como lo hacía la enfermedad.
La mayoría de la gente no tiene por qué saber cómo funciona la ciencia, o que rectificar determinadas recomendaciones en función de la evolución de la pandemia o de nuevos conocimientos a los que van llegando los investigadores, es consustancial al método científico: los líderes políticos han de saberlo porque se supone que están bien asesorados y los opinadores profesionales deberían estarlo.
En el siglo XIV la peste negra golpeó muy duramente a Europa y la gente no sabía qué la causaba ni cómo curarla; responsabilizaban a los dioses airados o a los demonios perversos porque no conocían la existencia de virus y bacterias y, en consecuencia, lo único que hacían era organizar rezos y procesiones masivas consiguiendo así que la pandemia se propagase más rápidamente. Actualmente hemos visto a líderes como Trump con una biblia en la mano mientras Estados Unidos pasa de 1.761.503 enfermos el pasado día 1 de junio a 2.063.812 el día 15, y de 103.700 a 115.271 muertos en el mismo período. Para algunos líderes de la ultraderecha seguimos en la Edad Media.
En España, desde hace muchas semanas, cuando la enfermedad todavía no era pandemia, partidos políticos y asociaciones varias, se han entregado a una actividad que, a la hora de atajar la enfermedad y su difusión entre la población, tiene la misma utilidad que los rezos y procesiones del siglo XIV: denunciar ante los tribunales a políticos y técnicos que, a pesar de los errores que inevitablemente han de cometer, están haciendo lo que hay que hacer, todo lo humana y científicamente posible por minimizar el daño a las personas y acabar cuanto antes con la pandemia. Desde mi punto de vista, es repugnante e indigno, sobre todo si lo hacen responsables políticos, ensañarse –movidos solo por intereses partidarios- con personas que están cumpliendo con su obligación de forma honesta y muy sacrificada. Me estoy refiriendo, claro, a Fernando Simón y a Salvador Illa, pero no solo a ellos porque ambos tienen detrás a un conjunto de funcionarios técnicos y profesionales que solo están haciendo lo que se espera de ellos: su trabajo y, en la mayoría de los casos, por un salario infinitamente menor del de aquellos que, desde su sillón o su escaño, se limitan a oponerse y denunciar sin importarles la evidencia científica ni la honestidad política. Los primeros, probablemente se equivocarán, sin quererlo, más de una vez; los segundos, se equivocan siempre a sabiendas. En mi opinión, habrá que exigirles responsabilidades a estos más que a aquellos.
Ninguno de los que nos están sacando de la pandemia a todos –también a los que les están acusando ante los tribunales- sabía hace unos meses lo que iba a pasar ni, por tanto, podía tener una solución preparada. Parece que esos profetas del pasado de los que hablo sí sabían lo que iba a ocurrir y conocían la solución. Por ejemplo, Julio Lorenzo Rego, forense en el procedimiento judicial contra José Manuel Franco, delegado del Gobierno en Madrid, escribe en su informe lo siguiente: “[el 25 de febrero] ya había un alto índice de sospecha de que el país iba hacia una hecatombe sanitaria y se sabía cuáles eran las medidas que había que adoptar para evitarlo”. La pregunta, al menos a mí, me surge de inmediato: ¿Por qué no avisó a las autoridades urgentemente y les comunicó las medidas que conocía que había que tomar para evitar “la hecatombe sanitaria”? Diría que es a este simpatizante de los Legionarios de Cristo a quien hay que exigirle responsabilidades ante los tribunales ya que, conociendo el peligro y las soluciones, no hizo nada.
Los políticos –y ahora me refiero a todos, no solo a los españoles- se quejan de la falta de medios y de preparación para afrontar esta pandemia pero creo que su visión es de muy corto alcance porque no será la última que pasaremos y, lo que es peor, están instalados en la convicción de que cada cual debe mirar para sí, no queriendo entender que los virus son un problema común, una amenaza global que, como dice Pardis Sabeti, investigadora de la Universidad de Harvard, “son la única amenaza que une”. Piensan muy poco en que vivimos en sociedades inmersas en el riesgo y la incertidumbre y que deberían actuar en consecuencia.
El modo de actuar individualista, fomentado por el capitalismo neoliberal, hace que los gobiernos que comulgan con esa ideología no inviertan todo lo necesario para que, cuando llegue la próxima pandemia, podamos vencerla con el menor coste posible en vidas humanas. Porque para ello hace falta más tiempo de los cuatro años que hay entre elecciones y muchos millones de euros, no solo para materiales –los famosos EPIs, las no menos famosas mascarillas, etc.-, sino para invertir en personal, en formación de ese personal, y, sobre todo, en montar una estructura de vigilancia epidemiológica y de respuesta ante las emergencias muy robusta a nivel nacional y muy bien coordinada internacionalmente.
Quizá el paso por esta trágica experiencia haga recapacitar a muchos de los que habían extendido el certificado de defunción al Ministerio de Sanidad porque, según ellos, ya no tenía competencias al haber pasado éstas a las CCAA. Se ha demostrado, a un coste muy alto, que la salud pública –que le corresponde dirigir a ese Ministerio- es una de las vigas maestras que sostienen el estado de bienestar. Por eso es el momento, en mi opinión, de reforzar el Ministerio para que pueda cumplir sus competencias con plena eficacia y de financiar el sistema sanitario público suficientemente, superando los recortes del PP, lo que incluye salarios dignos y estabilidad laboral para su personal.
Tristemente, la respuesta que se está dando casi en todas partes es egoísta, cerrada, patriotera y toscamente nacionalista. Ni siquiera se ponen de acuerdo las autoridades en aceptar las directrices de la OMS, en la definición de caso que habría de ser única para que supiéramos, por ejemplo, cuantas personas han muerto por el coronavirus. En España, unas CCAA deciden que cuentan a los que han sido diagnosticados mediante PCR, otras a los que les ha dado positivo un test serológico, otras, que basta con que haya tenido síntomas compatibles… Y luego, eso sí, culpan al Ministerio de incompetencia, de ocultar datos o de que las cifras que da son falsas.
Todos debemos aprender de esta tragedia algunas lecciones. Por ejemplo, que hay que abandonar las posturas nacionalistas cutres e introspectivas, así como reconocer que solo la sincera colaboración nacional e internacional impedirá que un brote local pueda llegar a convertirse en pandemia. Que no debemos hacer el mismo caso a un científico que a un majadero, aunque este sea el líder de un partido político. Que, en fin, no son profetas del pasado lo que necesitamos para resolver ningún problema.