GETAFE/La piedra de Sísifo (12/05/2020) – Desde la arcaica normalidad, pasando por la antigua normalidad, la normalidad a secas, hasta la actual prenueva normalidad que nos conducirá (Ayuso mediante) a la nueva normalidad; tengo la costumbre, dicen que sana, de hacer ejercicio con regularidad y, cuando llega la primavera, es una gozada salir de casa pronto, los sábados y domingos, dirigirme a un inactivo Polígono de los Olivos a través del “Puente de Los Caballitos” y, de ahí, al Cerro de los Ángeles, en cuyo circuito entro por un lateral. Tras recorrer los, aproximadamente, cuatro kilómetros de su perímetro, regresar de nuevo por el mismo camino y, según me encuentre, llegar a casa con ocho kilómetros en las piernas o, si me veo fuerte, algo más.
Es un trayecto que me resulta muy agradable pero, ni que decir tiene, solo puede hacerse los fines de semana, dado el intenso tráfico del polígono industrial los días de diario. Hoy, sábado, día 9, con la doble alegría de disfrutar de una mañana espléndida añadida a la reciente semi liberación tras dos meses de confinamiento, dirigí mi voluntarioso trotecillo hacia el polígono, que imaginaba tan desierto como solía, y me ha sorprendido un tráfico desconocido para mí: camiones grandes, pequeños, furgonetas y turismos recorrían sus avenidas, incluso, se acumulaban en las inmediaciones de las numerosas rotondas, con una profusión desconocida.
Qué quieres que te diga, por regla general siempre me ha molestado sobremanera acabar una carrerita ahumado como un salmón urbano pero, por una vez y sin que sirva de precedente, me ha hecho sentir mejor viendo que no todo está perdido, que los lugares y centros de trabajo están recuperando su actividad, que el maldito virus no ha matado también el horizonte vital de todas las personas que se ganan la vida honradamente, solo ha supuesto una pausa, dolorosa pero breve, en el modus vivendi de quien depende al 100 % de su trabajo para poder vivir.
Superada la sorpresa inicial, comencé a fijarme en el rostro de quienes iban en esos vehículos mañaneros y, lejos de esas miradas hurañas y somnolientas que son casi preceptivas en esos casos y a esas horas, vi ojos que desprendían ilusión y ganas de ponerse a la tarea; que dos meses de inactividad han supuesto un sacrificio enorme y hay que empezar a desperezarse.
Porque la palabra clave ha sido Sacrificio: Un sacrificio sordo, de esos que va minando la moral con cada gesto, con cada palabra y cada silencio en el seno de un encierro; un sacrificio elocuente dibujado a todo color en la mirada de unos niños enjaulados que no comprenden nada, pero acatan sin saber bien por qué; un sacrificio sufriente y diferido cuando percibes el miedo en la voz de tu padre, enmascarada por el tono metálico que le da el teléfono y un sacrificio doliente cuando conoces que ya no volverás a ver o a saber de esa persona que ayer estuvo y ya no.
La alegría y la ilusión experimentada entre humos viciados del polígono industrial, se diluye y pierde, como un poco la gastada paciencia, cuando veo el parque y la avenida llenos de espíritus inconscientes que ceden alegremente toneladas de sacrificios por escasos minutos de expansión.
Sí, somos humanos, pero…
Sé feliz pero sé consciente.