GETAFE/El rincón del lector (18/05/2020) – “Este virus lo paramos unidos” o “saldremos más unidos que nunca” son algunos de los eslóganes que el Gobierno nos viene lanzando desde la declaración del Estado de Alarma, el 14 de marzo. Las llamadas a la unidad, sin embargo, no han conseguido su propósito. Ni más unidos, ni más fuertes, ni mejores: la sociedad española está dividida, polarizada, partida como pocas veces ha mostrado. El temor por la brutal recesión económica que acecha al país, ahora que la crisis sanitaria va remitiendo, y las limitaciones de las libertades individuales han generado un caldo de cultivo que amenaza con incendiar las calles de pueblos y ciudades.
Cientos de miles de contagiados, decenas de miles de muertos, división social, críticas por la incompetencia política en la gestión y un futuro económico desolador es el triste panorama que el Covid-19 está dejando en nuestro país.
El confinamiento en España se ha extendido durante más de dos meses y ha sido, comparativamente, uno de los más duros del mundo. La cuarentena decretada ha supuesto una situación desconocida para la inmensa mayoría de los españoles. Nadie entendía, dada la ligereza de aquellos días de febrero y primeros de marzo que aquellos que era “poco más que un gripe”, un simple virus “que no dejaría más allá de algún caso aislado”, podía paralizar de tal forma sus vidas.
Nadie entendía nada. Apenas unos días antes, multitudes de ciudadanos abarrotaban las calles en las manifestaciones del 8M, varias miles se reunían en recintos deportivos y otros tantos acudían a eventos políticos. ¿Por qué, cinco días después de un fin de semana lleno de actos multitudinarios, la actividad en España debía cesar de forma tan radical? ¿Nos habían ocultado algo? ¿Por qué no se había parado antes?
Proliferaron entonces los mensajes de unidad, las apelaciones al sentido de Estado, la invocación a la responsabilidad de los Gobiernos español y autonómicos. Se nos decía que venían semanas muy duras, que mucha gente moriría por culpa del virus. El mensaje pareció calar hondo en los 47 millones de españoles: cada tarde, y sin que ninguna institución lo propusiera, empezaron a sus balcones a brindar un merecido homenaje a los miles de trabajadores esenciales que permanecían en la primera línea del frente para protegernos, abastecernos y salvarnos durante el confinamiento.
Pero aquel gesto espontáneo de unidad y verdadero patriotismo duró poco. Varias informaciones periodísticas sobre las supuestas irregularidades financieras del Rey emérito y la renuncia de Don Felipe a la herencia paterna le parecieron suficientes a las terminales mediáticas de la izquierda radical para promover una cacerolada contra el anterior jefe del Estado. No les preocupó la situación sanitaria, ni los centenares de fallecidos. Aprovechando aquellos aplausos de las ocho, sin filiación política, sonaron algunos cacharros. La ruptura acababa de empezar.
Según pasaban los días, los 350 diputados del Congreso exhibían mayores diferencias y discrepancias. El débil Gobierno que encabeza Pedro Sánchez perdía el apoyo de sus socios de investidura. Cada prórroga del Estado de Alarma se le complicaba más a un Ejecutivo que también empezaba a sufrir las caceroladas de miles de ciudadanos que discrepan de su gestión de la crisis sanitaria y económica. “Se han puesto más multas que test se han hecho”.
El enfrentamiento entre administraciones públicas y la tensión en la calle castigan a una sociedad cada vez más vulnerable, cansada y angustiada. La España de hoy es la España desgraciada de tantas veces en nuestra historia contemporánea, la que carece de proyecto de país, la que no plantea un futuro halagüeño y la que solo le queda el reto de la supervivencia. En esta España desunida emergen otra vez las dos Españas, las miles de pequeñas Españas que quieren lo suyo.
Las manifestaciones contra la gestión del gobierno que empezaron en las zonas más ricas de la capital se han extendido al resto de Madrid y por toda España. Estas protestas, controladas primero por la policía, han sido contestadas por diferentes colectivos que las tildan de “fascistas” o tratan de deslegitimarlas por la supuesta condición social de quienes acuden a ellas. Sin embargo, de la calle Núñez de Balboa han saltado a Alcorcón, Leganés o Getafe.
Algunas de las imágenes vistas en los últimos días reflejan un peligroso enfrentamiento: contrarios y partidarios del Gobierno (o contrarios a los contrarios) se concentran en las mismas plazas y calles. Sus encuentros no siempre transcurren de forma pacífica.
La incertidumbre de los españoles es cada vez mayor: cientos de miles han perdido su empleo, otros miles más se encuentran en situación de ERTE, miles de autónomos han decidido no abrir sus negocios hasta que la situación se haya normalizado y otros, por desgracia, no les ha quedado más remedio que echar el cierre definitivo. Millones de españoles están cobrando ayudas o pensiones de un estado cada vez más endeudado. Miles de ciudadanos hasta ahora silenciosos han decidido echarse a la calle para denunciar esta situación. Otro miles, por el contrario, censuran las manifestaciones y a quienes las secundan mientras les afean el ejercicio de tal derecho.
Lo que parece tan evidente como triste es que las cicatrices que parecían estar curando en nuestro país están más vivas que nunca. La normalidad tardará en volver a un país desolado política, económica y socialmente. Mientras tanto, más españoles necesitan acudir a organizaciones benéficas para salir adelante, la tensión entre vecinos se dispara y ningún partido político ofrece soluciones desde la lealtad y el rigor.
Tenemos una última oportunidad de volver a estar unidos, de mostrar que el virus no ha podido con nuestro espíritu de concordia y acuerdo. España puede volver a demostrar que sus problemas no están en elegir entre rojos y azules o entre verdes y morados. Toca unirse otra vez. Toca, entre todos, elevar a esta España maltrecha hacia nuevos horizontes prósperos.
No olvidemos nunca a nuestros muertos ni a nuestros héroes. Aprendamos de los errores, que ha habido muchos y de todos. Salgamos, de verdad, más unidos que nunca. Estamos a tiempo.