GETAFE/La piedra de Sísifo (07/04/2020) – La tarde de antes, como sucedía cada vez que íbamos a viajar, no anduve algo nervioso repasando mentalmente cada paso que teníamos que dar ni hice repaso de todas las cosas que guardar en la maleta. Pasé olímpicamente de dar un último vistazo a la documentación que debíamos llevar y me dio lo mismo tener a mano los billetes de avión o dejarlos olvidados en un cajón.
No pasé la noche, dando vueltas en la cama, imaginando lo que iba a suceder: concertar con la empresa de siempre que se llevaran el coche de la puerta de la terminal para aparcarlo hasta nuestra vuelta, pasar con tiempo el control a la zona para viajeros e ir a tomar algo líquido y sólido a la cafetería que visitábamos siempre; llegar con margen a la puerta de embarque e intentar ponernos en la cola para poder llevar en cabina la maletita y que no la facturaran, que luego es más incómodo y se tarda mucho rato hasta que salen por la cinta sin fin.
La mañana del no viaje, desayuné tranquilamente sin prisas ni agobios, es más, ni me acordé de ponerme el reloj que, de otro modo, miraría compulsivamente cada cinco minutos por aquello de que no se nos hiciera tarde. Me duché con calma y me puse el chandal sobado de andar por casa y una camiseta cualquiera; los pies, cómodamente enfundados en las zapatillas de casa y, sin ningún esfuerzo adicional, miré la prensa en el ordenador.
A mediodía, no aterrizamos en París a la hora señalada, que para eso Iberia es muy suya, ni salimos presurosos por el control de pasaportes abierto entre los gendarmes, al vestíbulo del Charles de Gaulle donde nos esperaba Christian mirando la hora límite en el ticket del aparcamiento. Tampoco salimos a la autopista en dirección a Saint Denis, apostando en qué kilómetro cogeríamos el atasco que, sí o sí, se formaba a diario. No escuchamos resignados los juramentos, maldiciones y sentencias que, en un francés con acento normando, profería nuestro amigo cuando la circulación se detuvo como preveíamos, ni respiramos aliviados cuando nos desviamos por la carretera secundaria hacia el pequeño pueblo donde vivía.
No nos estaba esperando Elvira en el jardín con la sonrisa de las grandes ocasiones, ni olía la casa a guiso con mantequilla cuando entramos al salón. No nos llevaron a la planta de arriba para enseñarnos las obras que habían hecho desde nuestra última visita, ni dejamos las maletas en la habitación abuhardillada, desde cuya ventana se veía la Torre Eiffel. Nos ahorramos la copiosa comida que se le suele poner a las visitas y la larga sobremesa contándonos todo lo acaecido desde que nos vimos en diciembre en España.
Durante los siguientes días no visitamos Versalles y sus edificios todos iguales por prescripción estética, ni la desangelada catedral sin techo de Notre Dame, no paseamos por el Campo de Marte ni subimos a la Torre Eiffel, ni cruzamos el Sena y tampoco nos hicimos la típica foto en perspectiva desde la explanada del Trocadero. Nada de nada.
Habíamos planificado el abortado viaje, para ver a nuestros amigos parisinos, desde el mes de septiembre, y hecho planes y reservado visitas y derrochado ilusión pero no, no ha podido ser porque otras prioridades dictan que hay que salir con bien del tsunami vírico que nos envuelve y, no hay problema, cuando todo esto sea solo un recuerdo incómodo, París seguirá allí, solo deseamos que todos nosotros estemos también en disposición de viajar, ya sea allí o a cualquier otra parte, con libertad y salud. Todo lo demás es prescindible y sustituible. Y claro, por favor, QUÉDATE EN CASA.
Sed felices
(Leer escuchando “Tratado de impaciencia nº 11” de Joaquín Sabina, si es posible)
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