Uno se ve impotente ante la incompetencia de un lado y el afán de lucro de otro. En la empresa, prevalece mantener el mayor beneficio y eso sólo es posible con la permisividad de las instituciones.
Familiar de un anciano muerto por coronavirus en una residencia
GETAFE/Todas las banderas rotas (21/04/2020) – Nuestra sociedad no es ya aquella compuesta por familias que se reunían en torno a los ancianos, familias jerarquizadas que reconocían su sabiduría y experiencia y se ocupaban de ellos hasta que morían en su casa, rodeados del cariño e, incluso, la reverencia de todos ellos. No es mi intención valorar si aquello es mejor o peor que lo que hoy tenemos; tampoco analizar las causas del cambio, solo constatar que la realidad actual, tan diferente, ha generalizado el hecho de que los ancianos de hoy vivan sus últimos años en las llamadas “residencias”.
Es sonrojante que haya sido necesaria una crisis tan grave como la causada por el Covid-19 y tantísimas muertes de ancianos para que muchas personas, y lo que es más grave algunos políticos con responsabilidades importantes, hayan descubierto ahora lo que ocurre en muchas de esas residencias. Porque lo que sucede, lo que escandaliza a muchos -unos por ignorancia, otros hipócritamente- no es de ahora, viene pasando casi desde el principio en que se instalaron en España los modelos que actualmente existen; las denuncias de familiares desde hace años lo atestiguan. ¿Por qué hemos llegado a este punto? Veamos de qué polvos vienen estos lodos.
Aparte de las residencias puramente privadas, coexisten dos tipos: el de concierto y el de concesión. El primero corresponde a las residencias privadas que acuerdan (conciertan) con la Administración que la totalidad o parte de sus plazas sean financiadas con dinero público; el segundo, el de concesión, es aquel por el cual la Administración mantiene la titularidad pública de la residencia pero cede la gestión íntegra de la misma a una entidad privada.
Según los datos de Envejecimiento en Red, una plataforma del CSIC, en España había en 2019, 372.985 plazas en residencias; de ellas, 271.696 (72,8%) eran privadas y 101.289 (27,1%) públicas. En febrero de 2017 un equipo de profesores de la Universidad de Valencia publicó un informe en el que explicaban que el 74% de las plazas residenciales eran privadas y el 26% públicas pero, de estas plazas públicas, un 35% son cedidas a la gestión privada y un 32% de las plazas privadas son concertadas con la Administración. Si aplicamos estos porcentajes al número de plazas actual, habría, aproximadamente, 87.000 plazas privadas concertadas y algo más de 35.000 gestionadas por empresas privadas en centros de titularidad pública.
El NEGOCIO en torno a los ancianos en España –que va mucho más allá del de las residencias- está monopolizado actualmente por cuatro grandes grupos ligados a fondos de inversión multinacionales: DomusVi, Orpea, Vitalia Home y Colisée que acumulan 297 residencias y reciben importantes cantidades de dinero público.
Tomemos como ejemplo el primero de estos grupos, DomusVi, que en España tiene como matriz a Geriavi SL con sede social en Vigo: dispone de 138 residencias, de las cuales 16 las gestiona de forma integral aunque su titularidad es pública y en 74 dispone de plazas concertadas, lo que supone que el 65% de sus centros reciben fondos públicos. Su propietaria es la sociedad francesa DomusVi SAS formada por, además de otros más pequeños, dos socios principales: el fondo de inversión británico Intermediate Capital Group y el francés Sagesse Retraite Santé.
Vistos los datos anteriores se puede concluir que, en España, gran cantidad de dinero público va a las grandes empresas privadas multinacionales que entienden lo que debería ser un servicio de la sociedad a los ancianos como un negocio cuyo objetivo, como cualquier otro negocio, es, exclusivamente, obtener beneficios que consiguen de la siguiente forma: participan en los concursos que convoca la Administración licitando a la baja y los ganan porque la Administración tiene como principal factor para la adjudicación el menor precio; las empresas pequeñas no pueden competir porque con esos precios no cubrirían los costes fijos, mucho menos obtener beneficios; una vez conseguida la adjudicación, como en cualquier otro negocio, procuran ahorrar costes contratando menos personal del necesario, pagándoles salarios bajos, disminuyendo la calidad de servicios como cocina, limpieza, etc. Es el mercado, amigo.
Un comentario final. Una empresaria del sector se queja de que “las autoridades no nos han dado nada: ni mascarillas, ni guantes, ni batas… (…) El gobierno se ha olvidado de los ancianos”. Así se descubre la desfachatez de quien practica lo que ya he comentado en otro artículo. Cuando las cosas van bien, se hace caja incluso procurando contribuir a Hacienda lo menos posible. Cuando la cosa va mal, se llama a papá Estado y se le culpa de todo olvidando que las empresas son responsables –no el Estado- de la seguridad de sus empleados y de dar a sus “clientes” el servicio contratado.
En conclusión, los grupos inversores se han instalado en España porque hay negocio y es así por dos razones: una, han calculado que en 2040 nuestro país será el más envejecido de Europa lo que les garantiza “clientes”; y dos, hay mucho dinero público a su disposición y pretenden no desaprovechar esa oportunidad.
Una vez vista cuál es la situación respecto al negocio que supone para las empresas privadas, cambiaré de registro para hablar del cambio que me parece necesario. Dice el ministro del Interior, señor Grande Marlaska, que habrá que reflexionar sobre una nueva configuración de lo que habrán de ser las residencias de personas mayores. Eso está bien señor ministro, pero no es suficiente, hay que ir más allá de “una nueva configuración” de las residencias; hay que dirigirse hacia un nuevo modelo, no solo de los lugares en que deban residir los ancianos, sino de una manera distinta de vivir: autónoma, con todos los derechos individuales y colectivos, lo que implica la ausencia de restricciones en cuanto al movimiento y otras circunstancias y, sobre todo, la libertad para que cada anciano decida sobre lo que le atañe, incluyendo la desaparición del tutelaje y la libertad para elegir dónde y cómo quiere vivir cada cual. Porque no son “nuestros mayores” como oímos constantemente, sino personas con todos los derechos individuales y colectivos que les deben ser reconocidos, no por deferencia o paternalismo, sino por justicia. ¡Basta ya de utilizar a los mayores!
Por tanto, claro que hay pensar como se configuran las residencias para aquellas personas que libremente elijan ese modelo, lo que exigirá huir de la masificación, dotarlas del personal cualificado suficiente y de servicios que, sin lujos, proporcionen a los ancianos el bienestar que se merecen. Eso solo se podrá conseguir si las administraciones asumen directamente, por supuesto la propiedad, pero también la gestión integral de los establecimientos sin ponerlos en manos de empresas cuyo objetivo es el lucro que, por muy legítimo que sea, es un objetivo que no se compadece con lo que debe ser la gestión del último hogar de los ancianos.
Este, como los demás servicios sociales –educación, salud, pensiones, dependencia-, son, por definición, deficitarios y no deben ser generadores de beneficio para nadie. Un Estado social y democrático de derecho ha de aceptar y asumir esta idea, lo que supone no dejarlos en manos privadas. Estos aciagos días son propicios para que todos, y en primer lugar, las autoridades, reconozcamos el valor de lo público. Recordemos a Machado: “Todo necio confunde valor y precio”.
Lo que debe plantearse el Estado es que actualmente hay una enorme cantidad de ancianos, que cada vez va siendo más grande, que rechaza las residencias como forma de vivir sus últimos años. Hay bastantes modelos de vivienda para ancianos en España (y muchos más en otros países desde hace muchos años) que se basan en la libre elección y en la autogestión por parte de las personas que han de vivir en ellas.
En mi opinión, es en esta nueva manera de entender las formas –no hay una sola- en que los ancianos quieran vivir la última etapa de su vida, donde el Estado, escuchando a los interesados, debe destinar preocupación, estudio y dinero. No sería más caro que el modelo actual ya que no habría que mantener los beneficios de grandes empresas y, lo que es más importante, estoy seguro de que sería más humano y muchísimo más respetuoso con la dignidad de los ancianos.
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