GETAFE/El rincón del lector (23/04/2020) – Para ti no tiene secretos el papel de Alfa de la manada, en tu empresa nadie osa discutir tus decisiones y, lo que otros llaman propuestas, tú lo consideras órdenes que no consienten réplica. 40 días, con sus 40 noches después, dime de qué te sirve esa tiranía cuando estás necesitando un simple abrazo y sufres porque no tienes quién te lo ofrezca.
La Mont Blanc, con plumín de oro y platino, con que firmas los grandes contratos, ve profanada su soberbia apuntando, en la parte de atrás de una hoja reciclada, la lista de la compra. El móvil 5G que compraste antes que hubiera esa tecnología, gasta su batería en recibir las mismas gracietas de Whatsapp que un aparato adolescente de saldo, con la pantalla hecha añicos; pero su función telefónica, esa que sirve para hablar con otras personas, sigue inédita.
La tesis que defendía que tú eras el principio y el fin de ese mundo a la medida que te rodeaba, se ve refutada dolorosamente haciendo cola con otros cientos de personas anónimas, a la puerta del supermercado. Dejas dos metros con el de delante y el siguiente hace lo mismo contigo, te colocas unos vulgares guantes de papel carentes de glamour y empujas un carrito con una rueda torcida siguiendo la marea que busca leche y papel higiénico.
La nostalgia te pudo y entraste en el garaje, muy temprano y bayeta en mano, a quitar el escaso polvo que, encerrada ella también, estaba acumulando tu orgullosa berlina británica de lujo. Recuerdas lo mal que lo pasaste cuando, en un arrebato altanero, saliste a dar una vuelta hace tres semanas y la policía te puso la cara colorada, con “papeleta” de regalo, y te mandó de regreso para evitar males mayores. Vuelves a esa casa silenciosa anhelando escuchar las voces que tanto te molestaban.
Pasan eternos minutos y, rezongando primero, pujantes después, oyes la voces de los niños; esas que te irritaban sobremanera y hoy son música celestial para tus suaves oídos educados en el abono del Real. Esos pequeños desconocidos van conquistando sin tregua los rincones vacíos, abandonados a su suerte, de tu existencia e inundan de confortable calidez la frialdad impostada de un hogar que, hace nada, preferías frío y silencioso.
Recuerdas que, una vez, guardaste en la memoria del arcaico teléfono fijo el número de la residencia donde dejaste a tus padres, como quien deja un trasto en un estante, provisionalmente, para el resto de sus días. Qué dinero más bien gastado, pensaste… Ahora, cuando contesta alguien al otro lado, debes identificarte como el personaje desconocido que eres y, en el momento de sonar sus recordadas voces, sus palabras y silencios dolidos y asustados, pero sin un mal reproche, te aportan unas enseñanzas de las que se quedan clavadas en el cerebro para siempre.
Y, paso a paso, inconscientemente, te sorprendes añorando relaciones humanas, buscando abrazos y respondiendo con cariño sincero, ofreciendo palabras de aliento o, simplemente, estando ahí, para cuando sea necesario. Te descubres despreciando recursos que, sin seres humanos alrededor, son estorbos inútiles; rechazando ideas y proyectos de carácter imprescindible hace meses, que ahora solo son vueltas a una noria, como un burro resignado, que harán brotar agua que beberán los que menos sed tengan. Ves que, tú también, eres un digno representante de la especie humana. Por fin.
¿Por cuánto tiempo? No lo sé, pero aprendamos de ello.