GETAFE/La piedra de Sísifo (14/04/2020) – Estos días de confinamiento me gusta levantarme pronto, ojo, sin demasiados alardes; mirar por la ventana y ver las calles vacías por donde pasa algún coche de tarde en tarde, quizá un autobús huérfano de pasajeros y, periódicamente, vehículos de la policía o limpieza. Salvando las distancias, vienen a mi memoria recuerdos de mi infancia, cuando era un acontecimiento que alguien de tu calle comprara un coche y, montar en el Adeva de la mano de tu madre para ir a Madrid, era celebrado durante toda la semana.
El camino desde mi casa, en la calle San Martín de la Vega, hasta la de mis abuelos en la calle Ángeles, no la avenida, la calle; era una también una aventura nada desdeñable aunque se repitiese con frecuencia: las aceras eran solo para cuando había llovido y estaban las calles embarradas, en el resto de las ocasiones, deambulaba disperso por el centro de la vía o iba de un lado a otro, siguiendo intrincados circuitos imaginarios, lo que multiplicaba por X la distancia y duración del trayecto. Solo salía del ensimismamiento cuando tocaba cruzar la avenida del General Palacio, recién adoquinada con ese mosaico formado por piezas de forma decagonal, que encajaban a la perfección hasta que, pasados unos meses, se hundía en unas zonas y se levantaba en otras. No había demasiado tráfico, más allá de algún coche militar que subía desde la “pista”, el SEAT 1400 del taxista de mi calle, algún pionero del tráfico con su 600 o 4L, el tractor de Tomás o el citado Adeva, que iba y venía por la calle Madrid.
Algún domingo por la mañana, cogía mi padre su flamante vespa y nos acercábamos al Cerro, con sus pequeños pinos replantados hace poco tiempo y perfectamente alineados en una imponente formación militar a ojos infantiles. Allí propinaba torpes patadas a una pelota de trapo mientras mis padres daban cuenta de una tortilla de alcachofas que a mi madre le encantaban.
Hoy, como entonces, no se ve un alma o, como mucho, alguna que otra. Quizá una vecina que saca a su mascota para que se desahogue, un señor en chandal (prenda desconocida para mí en mi infancia) que se acompaña del carrito de la compra vacío en dirección al supermercado, o haciendo el recorrido de vuelta tirando pesadamente de las vituallas para unos días, perfectamente colocadas, para aprovechar mejor el limitado espacio en un sofisticado puzzle tridimensional, donde la caja de leche encaja perfectamente con los paquetes de azúcar, la caja de galletas y la garrafa de aceite, con la fruta, de difícil encaje, situada arriba para que no se aplaste.
Hay quien ve esta estampa desierta como un paisaje desolador, yo lo entiendo como un momento de exhibición discreta de la responsabilidad de un pueblo que está siendo atacado por un enemigo invisible pero implacable y, sabiendo lo que tiene que hacer, lo hace, unos días con mayor o menor a grado pero lo hace.
Cuando todo esto acabe, y podamos al fin salir a las calles, y hablar de cerca, y tocarnos, y abrazarnos, nos miraremos al espejo orgullosos pensando: Entre todos hemos vencido al virus y yo puse mi parte. Mientras tanto, y con toneladas de paciencia, aprovechemos para hacer las cosas de siempre con lentitud, recreándonos y disfrutando del proceso; después, la vorágine de la vida actual volverá a envolvernos en su torbellino y ya no podremos hacerlo… o sí.
Sed felices.
#QuédateEnCasa