Aquel que era trotskista / y leía a Dantón, / ahora en un ministerio / está de portavoz / mientras Luisito el Lenin / va a la misa de dos / «Porque es que mi señora / así me lo pidió”
José Antonio Labordeta
GETAFE/Todas las banderas rotas (11/03/2020) – Una vez que se han calmado los ánimos respecto a la salida del dictador Franco del Valle de los Caídos, quiero decir que quien provocó una guerra incivil y, posteriormente, mantuvo durante décadas una dictadura sangrienta, no debió permanecer en un panteón de Estado ni un solo día después de haber acabado esa dictadura. Tampoco, en mi opinión, debería haber sido trasladado a otro panteón que, aunque con una menor significación monumental y simbólica, también es propiedad del Estado.
Y, sobre todo, con ser muy importante la negación de cualquier tipo de honor al dictador, muchísimo más lo es sacar de las cunetas y de las fosas comunes a todos los que fueron asesinados por el régimen franquista sin juicio o con juicios falseados. Por tanto, la salida de la momia del dictador Franco del Valle de los Caídos ha de ser el primer paso para que, inmediatamente, el Estado se responsabilice de sacar de las fosas a los republicanos asesinados, por sus propios medios y/o apoyando sin reservas a las asociaciones que actualmente lo están haciendo con sus escasos recursos. De no ser así, la exhumación habrá que entenderla como una cortina de humo para no abordar lo verdaderamente importante en términos de reconciliación y recuperación de la memoria democrática.
Dicho esto, y al hilo de la exhumación del dictador, me interesa opinar sobre el papel que la Iglesia Católica ha jugado y pretende seguir jugando en la sociedad española.
Porque, antes de sacar al dictador del Valle, tuvimos que sufrir la resistencia de un representante de la Iglesia Católica, Santiago Cantera, el prior de la comunidad de benedictinos del Valle de los Caídos, al que Luis García Montero definió tan exacta como poéticamente: “silueta fría como un ciprés de hielo se corresponde bien con su vocación de alma nacida para cuidar tumbas de dictadores”. Este fraile es la personificación de la pervivencia ¡cuarenta años después de la muerte de Franco! del franquismo puro y duro, ese que va más allá de lo que se dio en llamar el “franquismo sociológico”.
“Spain is different” decía Manuel Fraga, el ministro franquista de Propaganda y fundador del PP. La Iglesia católica española pretende que en 2020 siga siendo así, porque en estos tiempos en que la ultraderecha política prospera en diversos países, en España se ve acompañada por la religiosa, exactamente igual que en sus mejores tiempos, aquellos que añoran personajes como el prior del Valle de los Caídos y Joaquín Montull, otro monje de la misma comunidad que dijo que la ley que ordena la exhumación del dictador “es propia de una república bananera” y que “la Iglesia son esos miles de españoles y también del extranjero que nos apoyan y que quieren que las cosas estén como están, como quiso Franco en un principio”.
Es decir, hay quien quiere que volvamos a 1939, a aquellos años en que los obispos se fotografiaban brazo en alto con el dictador y le paseaban bajo palio; aquellos años en que el Concordato aseguraba a la Iglesia Católica unos enormes beneficios económicos y un poder extraordinario en la escuela y en todos los ámbitos de la vida de los ciudadanos. La cuestión es que esos beneficios permanecen y que hay quien pretende que el poder civil vuelva a supeditarse a ser, simplemente, el brazo armado del poder católico, esto es, que volvamos al medievo. Y el peligro también está en que, entre los representantes políticos, hay muchos a los que les gustaría que volviéramos a ser gobernados por una dictadura apoyada por –o en- la Iglesia Católica.
Esto es consecuencia de que la relación Iglesia-Estado es uno de los asuntos no resueltos por los compromisos salidos de la transición y plasmados en la Constitución. No debemos olvidar que los acuerdos con la Santa Sede se firmaron el 3 de enero de 1979, mientras que la Constitución se publicó en el BOE y entró en vigor cinco días antes, el 29 de diciembre de 1978, lo que significa que fue un gobierno franquista, no constitucional, quien negoció dichos acuerdos que hoy siguen vigentes.
El artículo 16 de la Constitución garantiza la libertad religiosa y dice que “ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal”, lo que parece establecer una teórica aconfesionalidad pero que no llega a asegurar la separación real de la Iglesia respecto del Estado, como se comprueba al leer el párrafo con que finaliza ese artículo y que ha servido para mantener todos los privilegios: “Los poderes públicos (…) mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica…”.
El compromiso que adquirió Pedro Sánchez cuando alcanzó el liderazgo en 2014, y que el PSOE defendía desde 2011, se tradujo en el programa electoral de 2016 de la siguiente manera: “Denunciaremos los acuerdos entre España y la Santa Sede de 1979 que dan continuidad al Concordato de 1953 (…) e impulsaremos un nuevo acuerdo bilateral entre ambos Estados, basado en el principio de laicidad”. Y también “recuperaremos los bienes matriculados indebidamente por la Iglesia…”.
Pero en el programa electoral de 2019 esos compromisos han sido sustituidos por la promoción de una Ley de Libertad de Conciencia, el impulso del estudio de la incidencia de la intolerancia religiosa y la promoción de los cementerios públicos no confesionales. ¿Por qué? ¿Qué es lo que hace que el PSOE en 2019 se retracte de lo que defendía en 2011 y 2016? ¿Por qué, hoy día, es más importante “impulsar el estudio de la intolerancia religiosa” que lo que se proponía en el programa electoral de 2016?
Desde hace más o menos dos decenios la Iglesia Católica española, dirigida por el sector más reaccionario de los obispos entre los que destacaban Rouco y Cañizares, ha manifestado su radical oposición a cualquier propuesta progresista, ya sea el matrimonio homosexual, el aborto, la salida de la momia de Franco del Valle de los Caídos o la eutanasia, mientras defendía con toda la fuerza de que dispone –que aún es mucha- a los curas pederastas, las inmatriculaciones, su participación en el gran negocio de la enseñanza o los privilegios fiscales de los que disfruta.
Ninguna democracia es perfecta, la española tampoco. Pero todas, si quieren seguir manteniendo ese nombre, han de tener como objetivo desprenderse lo antes posible de cualquier elemento que suponga privilegio para unos pocos y discriminación para la mayoría y eso es, precisamente, lo que se da en las actuales relaciones entre el Estado español y la Iglesia Católica.
Porque la fe es personal, respeto a las personas que profesan cualquier fe aunque yo no la tenga; pero la religión, cualquier religión, es política y, en consecuencia, el Estado no debe ponerse de parte de ninguna.
Por eso, el actual Gobierno que se llama progresista y está formado por dos partidos que se proclaman de izquierdas, debería denunciar los acuerdos de 1979 con la Santa Sede, revertir las inmatriculaciones, aplicar a los bienes de los que la Iglesia obtiene beneficios las cargas fiscales que correspondan, regular los actos de Estado (inauguraciones, funerales, homenajes…) de forma que no se celebren actos religiosos ni haya presencia en ellos de la jerarquía católica, excluir la participación de unidades militares o autoridades civiles o militares en actos de la Iglesia Católica, sacar la religión de las aulas por completo, así como de los cuarteles, los hospitales, etc.
Ojalá el nuevo gobierno que acaba de empezar a andar lleve a cabo esas medidas, amén de responsabilizarse, como apunté al principio, de sacar de las fosas a los asesinados por el franquismo lo antes posible. Si lo hace, entonces sí se habrá ganado el apelativo de progresista.