GETAFE/La piedra de Sísifo (16/01/2020) – «Nati, viste al niño mientras preparo la bici», decía mi padre, un adelantado a su tiempo, a la vez que iba sacando del armarito del patio los “útiles” que se había construido para acoplar una sillita, donde pasearme, en la barra de su cuidada bicicleta. Era una sillita de madera, con un asiento blanco, semicircular, rodeado en su parte curva por una pequeña barrera metálica que impedía que pudiera caerme por los lados. La base del asiento estaba dotada de un ingenioso sistema que lo mantenía horizontal y se colocaba a la distancia justa del manillar para que yo pudiera sujetarme con mis tiernas manitas de tres años de edad.
Ya se había convertido en una costumbre de la tarde de los viernes: Mi padre me daba orgulloso un paseo por el centro de Getafe que tenía una parada obligada en el quiosco de la calle Madrid. Allí compraba el número correspondiente de Labores del Hogar, que coleccionaba mi madre, el de Selecciones del Reader´s Digest, cuyas contraportadas de colorines me fascinaban y que coleccionaba él y algún caramelito que devoraba yo. A la vuelta, ya se había arreglado mi madre y salíamos a dar una vuelta, ver a los abuelos y comprar unos pastelitos de piñones en la pequeña pastelería que había en la acera frente al lateral del Hospitalillo.
Estos recuerdos, y alguno más, me ha evocado la noticia de la desaparición del quiosco de la calle Madrid, el más famoso y frecuentado de Getafe, donde iba mi abuelo Martín a comprar los caramelos Sacis que engullía a pares para quitarse la ansiedad de haber dejado el tabaco. Donde compré el primer número de El Jueves, camino del instituto (el Puig Adam, pero entonces solo había uno para toda la zona sur), allá por 1977; los primeros cigarrillos sueltos que me permitía la exigua paga de los domingos o alguna revista picantona de las de entonces, con que acompañar los arrebatos adolescentes.
Hace poco pensaba que, si una máquina del tiempo hubiera trasladado a un habitante del Getafe de finales de los 70 hasta hoy, aunque lo hubiéramos soltado en pleno centro, le habría costado mucho saber dónde se encontraba, de hecho, en el trayecto entre la Plaza Palacio y el Ayuntamiento, solo podrían identificarse claramente la Casa del Cura y el quiosco, con sus lógicas evoluciones; el resto es todo nuevo, síntoma de la vivacidad de nuestra ciudad pero también, del escaso ánimo para conservar sus raíces y, con ellas, buena parte de nuestra historia reciente.
Decimos adiós al quiosco, como se lo dijimos a tantas otras cosas. Por delante tenemos un futuro que viene cargado de ilusión para lograr eso que buscamos, aunque no lo confesemos, ser felices.
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