Siempre te recuerdo vieja/nunca te podré olvidar
eternamente paciente,/sufriendo sin más ni más.
José Antonio Labordeta
GETAFE/Todas las banderas rotas (09/10/2019) – La vida sigue y hay muchas situaciones pendientes de las que ese hipotético gobierno se debería estar ocupando ya. Debería estar ocupándose, por ejemplo, de resolver de una vez por todas, las consecuencias de la violencia machista, pasando por encima de la ideología ultraderechista que quiere tergiversar la realidad en este asunto como en tantos otros. O de los inmigrantes que llegan a nuestro país y a todo el sur de Europa pidiendo la solidaridad que en otro tiempo dieron a nuestros abuelos en muchos países. También debería tener en cuenta con urgencia a los llamados «trabajadores pobres», esos que tienen salarios de miseria que no les permiten mantener a su familia aunque trabajen muchas más horas de las que les pagan. Y debería acordarse de los que esperan que la Ley de Dependencia se cumpla y les llegue la imprescindible ayuda que necesitan. Y otra ley que hay que hacer cumplir (y reformar) es la de Memoria Histórica, por mucho que a la presidenta de la Comunidad de Madrid y sus socios les «espante», para que, de una vez por todas, salga la momia del dictador de donde está y, sobre todo, los rojos republicanos e inocentes de las cunetas.
El espacio de un artículo no da para ocuparse de todo, ni siquiera de una mínima parte, así que no queda más remedio que elegir. Después de muchas dudas me he decidido por dedicar este texto a los ancianos.
Hace unos días, con motivo de la celebración del «Día de las Personas Mayores», asistí a un acto en el que se habló de varias cosas. La primera giró en torno a cuál sería la palabra adecuada para nombrar a esas personas: mayores, tercera edad, viejos… En ese acto alguien dijo, con mucha razón, que el lenguaje no es inocente y el refranero, por su parte, nos recuerda que las palabras las carga el diablo. A mí me gusta la palabra «anciano» y no rechazo la palabra «viejo» porque entiendo que lo que importa es que, se diga lo que se diga, ha de hacerse con respeto, sin dar a la palabra, sea cual sea ésta, ninguna connotación de menosprecio u ofensa. En este sentido, me parece que es contrario al respeto que muchos políticos se refieran a esas personas como «nuestros mayores» porque no somos posesión de nadie, no hemos de estar tutelados por nadie, somos tan libres y gozamos de los mismos derechos que esos políticos que se consideran progresistas pero que utilizan esos términos. Deberían explicar lo que piensan cuando se expresan así, lo que hay detrás de esas palabras…, porque el lenguaje no es inocente.
Pero hemos de ir más allá de las palabras y quiero referirme a un asunto que también trataron las personas que en ese acto hablaron: la soledad de los mayores, viejos, ancianos o como cada cual quiera llamarlos con respeto. Es un tema que se ha subido a los titulares, que sale en todas las tertulias, debates o declaraciones de los políticos o los expertos. Evidentemente, nadie piensa en la soledad deseada o buscada voluntariamente, que no tiene edad porque cualquiera puede desear o decidir vivir solo a los veinte años, a los cuarenta o a los ochenta, ahí solo está en juego la propia libertad por lo que nadie que no sea el interesado debe entrar.
Los políticos o expertos hablan de la «soledad no deseada» que sufren los mayores y se quedan ahí pero yo me voy a permitir discrepar y dar un paso más. Porque la soledad no deseada es la que padece toda aquella persona que, por una u otra razón, no tiene a nadie a su lado pero, puesto que no desea estar en esa situación, si tiene posibilidad de hacerlo, busca compañía. Tampoco tiene por qué ir ligada a la mayor o menor edad ni implica ninguna clase de discapacidad, sino que puede ser por alguna de esas razones –edad o discapacidad- o porque la vida le ha llevado a cualquier tipo de circunstancia por la que ha perdido a la familia y allegados, pero tiene salud, recursos y voluntad para poder remediar esa situación.
Por tanto, de quien hemos de hablar y ocuparnos es de los que están obligados a estar solos, les guste o no, bien por edad o por enfermedad. Cierto es que esta situación se da con mucha más frecuencia, podríamos decir que casi exclusivamente, en personas con una edad avanzada y, es por eso, por lo que yo me refiero a «ancianos abandonados», no en soledad, sea esta deseada o no deseada porque, si están capacitados, ya se ocupan ellos mismos de gestionarla.
Se ha hecho célebre un comentario que el juez, Joaquín Bosch, hacía en Twitter a finales de 2017: «Cada vez me pasa más, como juez de guardia, encontrarme con cadáveres de ancianos que llevan muchos días muertos, en avanzado estado de descomposición. No sé si está fallando la intervención social o los lazos familiares. Pero indica el tipo de sociedad hacia el que nos dirigimos«. Este es el meollo de la cuestión: en qué sociedad estamos, qué sociedad estamos construyendo, porque la realidad es que hay ancianos de los que nadie se ocupa, de los que conocemos su existencia cuando ésta ya acabó hace unos días, unas semanas o unos meses y eso porque se publica en los periódicos o «sale» en la tele. Es de temer que llegue un día en que ni siquiera eso ocurra porque habremos perdido el interés. En Japón ya les han puesto un nombre: «kodokusi».
La causa de esta situación, el meollo al que antes me refería es, evidentemente, que durante las últimas décadas hemos ido configurando, de la mano de un capitalismo inhumano, una sociedad insolidaria que fomenta el individualismo y expulsa a todo aquel que no produce, que no es útil, que no sirve. La familia, cuando la hay, no tiene tiempo para ocuparse del que no puede ocuparse de sí mismo, lo que no quiere decir que no haya personas que, desde distintas asociaciones y oenegés, intentan llenar los vacíos que la Administración no cubre. Pero, en mi opinión, no es solo con voluntarismo como debe buscarse solución a un problema que concierne a toda la sociedad, también a los que la dirigen.
Es la Administración, a todos los niveles, estatal, autonómico y local, quien debe responder atendiendo debidamente a estas personas. Y son los políticos que dirigen esas administraciones quienes deben tomar las decisiones necesarias. Leí en algún sitio –no recuerdo en qué lugar ocurría- que una persona joven había trabado relación con otra anciana que estaba sola e imposibilitada para salir de su casa. Además de ayudarla esporádicamente en lo que podía, estableció el acuerdo de que la anciana la llamara por teléfono todos los días, así, en caso de que no recibiera la llamada, sabría que algo iba mal y podría reaccionar a tiempo.
Bien, pues esto que puede hacerse de forma individual, debe hacerlo la Administración, debe dedicar dinero, medios y personal a ocuparse, de forma directa, de esas personas. La administración central se conforma con hacer leyes, a veces sin dotarlas económicamente. La comunidad autónoma establece ayudas y subvenciones que no son nunca suficientes y que, esto es lo grave, no suelen llegar a las personas que están abandonadas porque ni las conocen ni tienen posibilidad de solicitarlas.
La administración local, y esta es la importante porque presume de ser la más cercana a los ciudadanos, no tiene un censo de las personas que están en esa situación, dispone de unos servicios sociales infradotados, que se ahogan en trámites administrativos y cuyos profesionales no tienen tiempo de hacer trabajo de campo, de conocer de primera mano dónde y en qué situación están los ancianos abandonados.
Es aquí donde hay que incidir. Mientras esperamos un gobierno, las administraciones locales han de volcarse en atender a los más necesitados: los ancianos abandonados, que ¡oh casualidad! siempre son pobres.
El bastón de Benito A. R. estuvo un mes apoyado en su puerta hasta que alguien se preguntó por qué estaba ahí. El jubilado fue hallado muerto en su domicilio de la calle Monasterio de Alahón, en Las Fuentes (un barrio de Zaragoza), el pasado 29 de abril.