GETAFE/El rincón del lector (30/10/2019) – La verdad extermina fantasmas, desbarata falacias y nos devuelve al plano de la realidad, situándonos en el justo eje de coordenadas donde movernos. Sin embargo, una de las mayores disyuntivas que en la historia se han planteado es la sustitución de la brújula que nos guiaba en ese plano; la sustitución de la Gracia por el hombre. Este cambio de magnitudes sacudió a nuestra civilización en el XVI y sigue, telúricamente, condicionándonos. Porque el principal problema que el racionalismo no ha resuelto es el del relativismo.
Como es bien sabido, corresponde al que ofende imponer las condiciones del combate. Así, quien comienza la afrenta con un determinado tipo de armas o tácticas no puede más que esperar una réplica, cuanto menos, de igual envergadura. No obstante, esto que en el bello es incuestionable, en la política no rige en ningún modo, porque la utilización de la mentira en política condiciona hasta niveles insospechados el desarrollo del enfrentamiento.
Quien, sin rubor, construye su argumentario sobre un conjunto de embustes varios no tiene las mismas limitaciones a la hora de difundir sus ideas que aquel que actúa intentando ceñirse a la realidad. Este es el rompecabezas, por antonomasia, de la publicidad y las facilidades de los populistas, que ya se dio por vez primera en la guerra de religiones protestantismo vs catolicismo (donde se acabó identificando luteranismo con tolerancia y prosperidad, véase Weber, y catolicismo con empobrecimiento) y que se ha dado sucesivamente a lo largo de la historia en diferentes contiendas, como el caso de nuestra celebérrima Leyenda Negra. Pues bien, este es el problema con mayúsculas hoy día, y, por ende, de la guerra de religiones de nuestro tiempo, que no es otra que la protagonizada por el nacionalismo.
El nacionalismo deforma la realidad cual espejo cóncavo o convexo. No tiene patria, ni le importa tenerla. Es por definición una fuerza centrífuga, que procura dividir el territorio en el que anida y no integrar, puesto que solo así polariza a los suficientes ciudadanos dispuestos a entregarle su libertad, a no exigirle responsabilidad, cegados por la causa nacional.
Recuperando a Avellaneda, vemos la máxima actualidad de su frase universal, “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Hoy, cien años después, Barcelona ha vuelto a sufrir los estragos de una semana trágica. Esta vez la génesis se haya en el odio que los nacionalistas han sembrado en los ciudadanos. Valiéndose de los recursos del Estado, durante 40 años han inoculado un falso relato orientado a la construcción de un demos que, sobre la idea de nación étnica y cultural, demandara para sí un nuevo Estado.
La situación es dramática y los responsables tantos, que no resulta oportuno citarlos. Ahora bien, sí es preciso señalar a quienes tenían el deber constitucional de garantizar el orden y la seguridad ciudadana, esto es, al Gobierno de España. Sus miembros se han valido durante demasiado tiempo ya de una falsa ecuanimidad, de una inmoral equidistancia que durante años un sector del socialismo ha intentado trazar, usando una vez más el relativismo, entre quienes defienden la legalidad porque es libertad (Locke) y quienes la atacan deslegitimándola.
España no merece seguir siendo el escenario donde el presidente articula su relato obsesivo para ganar las próximas generales. Impera una actuación que devuelva la seguridad a nuestras calles, impera una recuperación del concepto utilitario de nación, que no es otro que aquel que, por hacernos libres e iguales, se organiza en defensa de los intereses generales. Defendamos entonces la verdad y nuestro texto constitucional, recuperemos la convivencia en libertad y estaremos así conquistando, de nuevo, un futuro de prosperidad.