«Para los cargos públicos, elegid a los mejores y más capacitados y vigiladlos como si fuesen canallas».
Pablo Iglesias Posse
GETAFE/Todas las banderas rotas (12/06/2019) – Seguramente porque esperaban que en mayo se repitieran los resultados de las elecciones de abril, hay quien desde la izquierda exquisita está responsabilizando a los abstencionistas de que no haya sido así, de que la izquierda no haya entrado en tromba en los gobiernos autonómicos y en los ayuntamientos. Incluso de no haber evitado que la ultraderecha, aunque disminuida, haya conquistado puestos en las instituciones autonómicas y municipales. Ha habido partidos que se consideraban de “centro” –no entro ahora en si es posible que exista la posición política de centro- que, a la velocidad de la luz, han viajado a las posiciones de la ultraderecha, se han instalado allí y pelean entre sí para que la foto finish defina quien llegó primero.
Pero los partidos de la izquierda, por su parte, quizá deberían preguntarse por qué entre esos abstencionistas –que se han abstenido de votar a Vox y, presten atención, a cualquier otro partido de derecha o de izquierda- se encuentran muchos trabajadores precarios, parados, jubilados, en fin, gente a la que en un tiempo que parece lejanísimo se conocía como “clase obrera”; porque la desilusión que la socialdemocracia ha sembrado –en Europa y en España- desde los tiempos de Thatcher y Reagan, apoyando con políticas reformistas a la economía ultraliberal y renunciando a sus propias políticas, ha contribuido también, sin duda, a esta respuesta.
¿Y qué decir de los nuevos partidos, mareas y confluencias variopintas que venían a asaltar los cielos y se enredaron en sus propios asuntos olvidándose de arreglar los de la gente que está a ras de tierra? Pues que nos han decepcionado, tanto por la izquierda como por la derecha, y esa es una grave responsabilidad de la que, antes o después, deberán dar cuenta.
Todos ellos están ahora preocupados por el juego de los pactos, discutiendo –en público y en privado- con quién, cuantos, lo que ceden unos y se cobran otros…, eso es algo que a los de abajo no les interesa, su preocupación es como llegar a fin de mes y esas dos preocupaciones están muy alejadas la una de la otra. Quizá los partidos que representan tanto a la vieja como a la nueva izquierda deban preguntarse si la repetición y la rutina de elecciones tras elecciones que no se traducen en respuesta al drama que día a día viven esas personas a las que no llega el sueldo o la pensión para pagar el alquiler, la luz, el gas, y la comida, se está traduciendo, no ya en abstención ante unas votaciones, sino en rechazo a un sistema que se llama democrático pero que no les permite participación ninguna, que se olvida de ellos hasta las próximas elecciones. Un sistema basado en un parlamentarismo que permite disimular el control que los bancos, las grandes corporaciones financieras y otros entes que no son elegidos por nadie porque no se someten a ninguna elección democrática, ejercen sobre la política y los partidos, todos los partidos.
Deberían preguntarse también si esta crisis política y sistémica no es la causa última del triunfo de la ultraderecha en todo el mundo, porque no puede ser casual que ganen elecciones últimamente tantos personajes como Trump, Salvini, Bolsonaro, Le Pen, Abascal, etc.
No defiendo que hayan de buscarse nuevas estructuras que sustituyan a los partidos; sigo pensando que, con todos sus defectos y limitaciones, siguen siendo –junto a los sindicatos- necesarios, diría que insustituibles. Pero sostengo que éstos deben hacerse conscientes de que han de cambiar radicalmente sus planteamientos en cuanto a objetivos, funcionamiento, etc. Los partidos y sindicatos, si quieren sobrevivir, habrán de ser ejemplo de honestidad, trasparencia y participación política; no es posible que las resoluciones de los congresos pasen a ser letra muerta desde el día siguiente a su aprobación; sus militantes no deberían aceptar que, en nombre del partido, se sacrifiquen conceptos como democracia y libertad de pensamiento y expresión; sus dirigentes deberían creerse eso de que los partidos son instrumentos al servicio de los ciudadanos y, en consecuencia, no utilizarlos como vehículos de ascenso personal.
Claro que, como ocurre con todo en la vida, la responsabilidad de una situación no recae exclusivamente en una parte, por mucho que sea a la que más le corresponde. Los ciudadanos deben asumir que no hay nada gratis, que nunca se les ha regalado nada a los pobres, que la caridad ha sido siempre el trampantojo que los ricos han utilizado para mantenerlos tranquilos e, incluso, agradecidos. Por tanto, han de continuar peleando por lo que es suyo, han de seguir intentando cambiar estructuras que oprimen, sistemas que esclavizan.
¿Cómo hacerlo? Evidentemente, por medio del voto, nunca debemos renunciar a él porque es la principal herramienta que la democracia nos ofrece. Pero no hemos de considerar que es suficiente, quien piense que está en un sistema democrático porque vota cada cuatro años se engaña, no olvidemos que también en las dictaduras se vota porque eso sirve para blanquearlas: los que vivimos “nuestra dictadura” no olvidamos que con Franco también se votaba a los “tercios” de procuradores en Cortes, las Leyes fundamentales del Movimiento, etc.
Después del voto está el seguimiento, el control, la participación. Y esto cada cual lo hará como mejor le parezca, quien militando en un partido, quien en un sindicato, quien en una asociación vecinal o sectorial, en fin, como cada cual crea que se ajusta mejor a su idiosincrasia pero, de la manera que sea, todo el que vote debe tener muy claro que no acaba ahí su obligación, sino que debe estar permanentemente alerta para saber qué hace con su voto el partido al que votó, señalarle donde falla y exigirle que cumpla el compromiso que adquirió con cada uno de sus votantes. Como dice Benjamín Prado, hemos de comportarnos como les pedimos a los políticos, con ideología pero sin sectarismo, con más hechos y menos palabrería.
La “res pública” era para los romanos la “cosa pública” de donde deriva etimológicamente la palabra república que es donde todos somos considerados ciudadanos, no súbditos de nadie, responsables, por tanto, del funcionamiento de la sociedad en la que vivimos y de todo lo “público”, lo que es de todos. Los romanos se inspiraron en los griegos que utilizaban el concepto Πολιτεία (politeia, política) para referirse a la organización y el gobierno de la ciudad. Eran los griegos también los que empleaban la palabra ἰδιώτης (idiotés, idiota) con el significado de lo privado, lo particular, lo personal, de manera que el idiota era el que se preocupaba solo de sí mismo y no prestaba atención a los asuntos públicos, a la política, a lo de todos; en aquella democracia se consideraba deshonroso no participar en ella por lo que pronto esa palabra pasó a considerarse un insulto y así ha llegado hasta nosotros.
Discúlpenme los lectores la anterior pedantería; he pretendido explicar que si queremos ser libres en una sociedad democrática, si no queremos ser idiotas, cada uno de nosotros, unidos a nuestros conciudadanos, hemos de hacer el trabajo que nos toca y exigir a los políticos que elegimos para que nos representen que hagan el suyo.