Y hay que ver, y hay que ver
lo duro que es aprender…José Antonio Labordeta
GETAFE/Todas las banderas rotas (17/10/2018) – Hace algunos meses escribí sobre la necesidad de hacer una nueva transición porque la que se hizo después de la muerte de Franco fue imperfecta, qué duda cabe, lo que ha provocado que, ya desde sus inicios, haya tenido detractores más o menos furibundos. Por mi parte, he criticado a los que, bien por intereses ideológicos y/o políticos, bien por puro desconocimiento, descalifican lo que se hizo en aquellos años que, en definitiva, con sus luces y sus sombras, significó el cambio de una durísima dictadura a una democracia por muy imperfecta que ésta sea.
Aquellos que consideran que lo que entonces se hizo no tiene nada de positivo, argumentan que la Constitución que entonces se hizo, por una parte, incluye puntos inadmisibles para ellos (ejemplo paradigmático sería la permanencia de la Monarquía) y, por otra, contempla algunos aspectos de forma muy desafortunada: ahí está el tratamiento dado a las relaciones del Estado con la Iglesia Católica. También critican que ciertas estructuras (judicatura, ejército, policía, altos cuerpos funcionariales) permanecieron sin cambios sustanciales. Podríamos seguir poniendo ejemplos pero no es el objeto de este artículo.
Tampoco es mi objetivo negar que aquella transición tuviera defectos que nuestra sociedad arrastra hasta hoy, o defender que las cosas se hicieron de manera totalmente correcta. Entiendo aquel proceso como el único posible para salir de la dictadura, y quiero recalcar las palabras “único posible” porque el régimen franquista no estaba dispuesto a rendirse sin hacer lo que mejor sabía y lo hizo hasta el último momento: matar.
Porque muchos de los que defienden aquella transición piensan, y muchos de los que la atacan se lo han creído, que fueron tiempos idílicos en los que todo iba bien, la gente se abrazaba por las calles y los políticos llegaban a acuerdos y pactos con toda facilidad sentados en restaurantes y despachos. Pero la realidad es muy otra. Hay quien no sabe (y hay quien no quiere saber y no quiere que se sepa) que aquellos tiempos se caracterizaron, más bien, por los muchos muertos que nos vimos obligados a enterrar.
Hubo muertos de los que se habla muy poco, los causados por las fuerzas de seguridad en manifestaciones, huelgas, etc., y por las organizaciones parapoliciales y de ultraderecha afines al franquismo que pretendían su vuelta. Mariano Sánchez Soler, en su obra “La transición sangrienta”, documenta 591 muertos entre el final de 1975 y 1983 (una media aproximada de 80 por año) que clasifica de la siguiente manera: ETA y el terrorismo de izquierdas, 344; lo que él llama “represión policial”, 54; GRAPO, 51; en enfrentamientos entre la policía y diversos grupos armados, 51; grupos incontrolados de extrema derecha, 49; grupos antiterroristas, 16; en la cárcel o en comisarías, 8; sin clasificar, 18.
Otras fuentes dan la cifra de 52 muertos solo en manifestaciones causados, bien por la policía, bien por grupos parapoliciales o de extrema derecha de los que entonces abundaban.
Si de los anteriores, como decía, se ha hablado poco, en cambio, se ha hablado muchísimo, y con toda la razón, de los muertos producidos por el terrorismo de ETA durante el franquismo y posteriormente. Alguien pensará que no viene a cuento traer este asunto a colación cuando estamos tratando de la transición pero hay razones para hacerlo: la primera, el número; desde 1968 en que está documentado el primer muerto atribuido a ETA hasta octubre de 1975 (Franco murió en noviembre de ese año) se contabilizan 44 muertos, mientras que, desde esa fecha hasta la disolución de la banda terrorista el número de muertos sube a unos 800 según qué fuentes se utilicen y, solo entre los años 1975 y 1984, el número llega a 474. La segunda razón es el impacto que ese enorme número de muertos producía en el ejército, la policía, la judicatura y, en definitiva, en la sociedad entera. Queda meridianamente claro que ETA no hizo nada por la democratización del país, sino que más bien contribuyó a que la transición fuera muy sangrienta y a que la sociedad que de ella salió fuera menos democrática de lo podría haber sido.
Me adelanto a los que quieran poner en cuestión la exactitud de todas las cifras que he dado hasta aquí. Hay que tener muy en cuenta que en España, hasta ahora mismo, los investigadores no han tenido nada fácil su trabajo en este campo, de hecho aun hoy muchos archivos permanecen cerrados. Pero el hecho de que en el futuro puedan precisarse esas cifras, no desvirtúa el hecho cierto de que la transición política española no fue un camino de rosas, sino, más bien, un itinerario plagado de violencia y muerte.
En conclusión, dadas esas condiciones, era punto menos que imposible para ningún gobierno, aun estando formado por auténticos demócratas, pretender desmontar las estructuras militar, policial o judicial que provenían del antiguo régimen, estaban contaminadas gravemente de franquismo y, por si no fuera suficiente, estaban siendo sometidas a una sangría extraordinaria diariamente lo que les justificaba, con la excusa de la legítima defensa, para ejercer una violencia igual o mayor a la que recibían.
En mi opinión, hubiera sido un suicidio político, es decir, la incipiente y débil democracia hubiera sido eliminada sin contemplaciones, si los que intentaban instaurarla no hubieran tenido en cuenta esa realidad. Es irresponsable, tanto si se hace por ignorancia como si se hace por intereses políticos, culpar desde la situación actual y con los parámetros de hoy a los protagonistas de entonces –políticos individuales, partidos, sindicatos y otras organizaciones- de los aspectos negativos –que sin duda tiene, no seré yo quien lo niegue- la democracia que disfrutamos, según unos, o padecemos, según otros.
La situación actual es, aunque por motivos distintos, tan difícil para acometer los necesarios cambios como la que he descrito; la violencia de hoy no produce muertos pero está muy presente en el lenguaje y en determinadas posiciones de los partidos de derecha y de los independentistas catalanes. ¿Habremos aprendido, todos, alguna lección de aquella transición violenta que nos tocó vivir? Quiero confiar (aunque no hay casi ninguna razón para ello) en que, mediante la reforma de la Constitución, puedan retomarse los aspectos que quedaron fuera en aquellos aciagos días de manera que las generaciones actuales y venideras, con rechazo absoluto de la violencia, sean capaces de construir la sociedad que quisimos y queremos.