GETAFE/Todas las banderas rotas (31/10/2018) – Muy a menudo se escucha decir, muy convencidos, a responsables municipales que los ayuntamientos no tienen competencias en salud.
No voy a entrar en disquisiciones, que darían posiblemente para más de un artículo, sobre la diferencia entre competencia y responsabilidad. Solo quiero apuntar que, independientemente de las competencias que una administración tenga en salud, es responsable del bienestar, por tanto de la salud entre otras cosas, de la población que administra.
Pero sí voy a entrar a establecer la diferencia que existe entre asistencia sanitaria (o asistencia médica), sanidad y salud, tres conceptos que muchos consideran que son prácticamente lo mismo pero, precisamente, la diferencia entre ellos es lo que, a mi parecer, debe quedar claro para poder responder a la pregunta: ¿Tienen los ayuntamientos competencias/responsabilidades en asistencia sanitaria/sanidad/salud?
Yo me decanto por ‘salud’ y por eso lo he puesto en el título ya que, como podrá verse a continuación, es un término mucho más inclusivo que el de ‘asistencia sanitaria’ o el de ‘sanidad’ que, de alguna forma, quedan englobados en aquel. Veamos:
Como puede comprobarse al leer las anteriores definiciones, en las dos primeras se incluye el término ‘salud’: la asistencia sanitaria se orienta a “promover la salud” y la sanidad pretende “preservar o mejorar la salud”; es por eso por lo que dije más arriba que el término salud es más inclusivo que los otros dos. Usar ‘sanidad’ puede ser excluyente en dos sentidos: uno en cuanto a la limitación del ámbito administrativo de intervención, otro en cuanto al campo profesional. Porque, en el imaginario popular, ‘sanidad’ o ‘asistencia sanitaria’ se asocia al sector sanitario, a las batas, a los médicos, los hospitales, los centros de salud, los medicamentos; es decir, a la acción profesional y administrativa principalmente para curar a los enfermos, y, en menor grado, para conservar la salud. Por el contrario, el término ‘salud’ se refiere al resultado de esas intervenciones y otras. Es el efecto de la suma de acciones (u omisiones) de las fuerzas sociales, económicas, políticas, culturales, etc. (también las sanitarias), junto con las condiciones de vida, trabajo, vivienda, barrio, en las que nos ha tocado vivir. Incluye el efecto del sector sanitario, naturalmente, pero también de otros sectores profesionales y administrativos (educativo, de bienestar social, de protección del medioambiente, de la prevención de riesgos laborales, del ámbito fiscal, el urbanismo, etc.) que determinan nuestra salud.
A lo largo de la última década del siglo pasado, el Grupo de Salud Pública del Consejo de la Unión Europea redactó una serie de Resoluciones y Conclusiones que los Ministros de Salud aprobaron, sobre “la integración de las exigencias en materia de protección de la salud en las políticas comunitarias”. Con ello pretendía que todas las acciones administrativas tengan en cuenta el resultado en términos de salud, a la hora de guiar sus acciones y de establecer prioridades de gasto en las políticas públicas. La idea es que no es suficiente intervenir o invertir en sanidad para alcanzar la salud, sino que hay que incidir en los determinantes sociales de la misma. Muy ligado a esto último, están las enseñanzas que hemos sacado en las últimas décadas de los estudios sobre “desigualdades sociales de salud”: si queremos disminuir las escandalosas y crecientes diferencias en salud entre grupos sociales (definidos por su clase social, género, etnia, situación laboral, migratoria, o por el continente, país o barrio de residencia, etc.), la intervención desde los hospitales y centros de salud (la sanidad y la asistencia sanitaria clásicas) tiene unas posibilidades muy limitadas de reducir esta brecha. Hay que intervenir también “corriente arriba”, tanto a nivel de los determinantes sociales más distales (políticas de reparto de la riqueza, políticas de protección social, empleo, vivienda, urbanismo, etc.), como de los más proximales (hábitos de salud, cohesión social, empoderamiento, etc.). Desde ese imaginario popular mencionado, la sanidad es cosa de médicos, enfermeros, auxiliares, celadores, etc. Por el contrario, la salud es cosa de ciudadanos y ciudadanas entre los que incluyen sus representantes políticos.
Si esto es así, si aceptamos que la salud es cosa de todos y que va mucho más allá de las intervenciones del sistema sanitario y los profesionales en él integrados; si entendemos la salud como el resultado de la interacción en los individuos y en las poblaciones de factores económicos, sociales, políticos, etc., de manera que si son favorables hay salud y si son desfavorables (para un individuo o para una colectividad) no hay salud o hay mala salud, no nos quedará otro remedio que concluir que todas las administraciones, también los ayuntamientos, son responsables de la salud de los ciudadanos, independientemente de las competencias que tengan en sanidad.
Y, en último término, ¿habrá algún munícipe que, con la excusa de que no tiene competencias en sanidad, se niegue a proporcionar a sus conciudadanos una vida saludable, es decir, autónoma, solidaria y gozosa como quería el Congreso de Médicos y Biólogos de Lengua Catalana en 1976? ¿No es, en definitiva, para eso para lo que los elegimos?