GETAFE/La piedra de Sísifo (12/06/2018) – Rufino esperaba pacientemente, delante del portal, a que el pequeño Héctor terminase de bostezar y estirar los brazos dentro las mínimas mangas de su camiseta de rayas. Amorosamente le cogió de la mano y emprendieron camino por la acera estrecha de baldosas grises, de esas vetustas que apenas quedan. Se miraban y sonreían con complicidad, esa complicidad que surge espontánea entre abuelo y nieto cuando saben que van a hacer juntos algo divertido.
Nada más enterarse de la puesta en marcha de eso que el Ayuntamiento llamaba Campamento de Verano Intergeneracional, Rufino se apuntó con su nieto matando dos pájaros de un tiro: Por un lado disfrutarían de unos impagables momentos juntos, de esos ambos recordarían toda la vida y, por otro, tendría una excusa perfecta para escaquearse de recoger la casa meterse en la cocina; que una cosa es saber que tienes que hacerlo y otra muy distinta es que te apetezca hacerlo. También es cierto que Luisa, su mujer, era un torbellino y agradecía calladamente que su marido le quitara de en medio a Héctor durante unas horas porque el tiempo le cundía el doble.
Es cierto que, en cuanto abrían el súper, Rufino bajaba a comprar el pan, algo de embutido y lo que se necesitara para el día y luego subía, preparaba los bocadillos que envolvía en papel aluminio, sacaba un par de botellas de agua fresquita de la nevera y ya tenía preparada la mochila que un rato llevaría él y otro su nieto de 9 años.
Llegaron a la plaza que se abre en la calle Manzana y ya brujuleaban por allí sus compañeros de campamento esperando la llegada del autobús que desde las 10 de la mañana, les llevaría a las actividades programadas para ese día, como cada día.
A las diez menos cinco salieron las monitoras, Ruth y Yolanda, de la Casa del Mayor con sus carpetillas de colores. Pasaron lista y, una vez comprobado que no faltaba nadie, les informaron que la actividad del día no necesitaría de transporte, se realizaría a pie y, con cierto tono enigmático, les contaron que iban a hacer algo que les gustaba mucho hacer y que podrían disfrutarlo el doble en compañía de sus nietos y, por qué no, también de sus nietas, que vivíamos tiempos de igualdad.
Con puntualidad británica, arrancó la comitiva a las 10 en punto en dirección a la avenida del General Palacio, una vez llegados a la esquina esperaron que se abriera el semáforo para peatones y cruzaron en dirección a la plaza donde, dejando la Cibelina a mano izquierda, se adentraron en la calle Ramón y Cajal donde les esperaban unas vallas estratégicamente colocadas.
Los jubilados se relamieron de gozo, iban a pasar la mañana en sus dos actividades favoritas: Apoyados en una valla contemplando una obra y acompañados de sus nietos, a quien explicarían que los obreros lo estaban haciendo mal porque ya no se trabajaba como antes…
Qué detallazo el del Ayuntamiento, que piensa en todo. El año que viene se apuntarían otra vez. Decidido.
(Evidentemente, esto es un relato de ficción y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, por supuesto). Sed felices.