“La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico”.
Artículo 1 del Concordato entre la Santa Sede y España firmado el 27 de agosto de 1953.
GETAFE/Todas las banderas rotas (09/05/2018) – En la pasada Semana Santa ciertos personajes (ministros/as) e instituciones (ejército, fuerzas del orden…) han tenido un cierto protagonismo que me empuja a escribir sobre la relación del Estado español con la Iglesia Católica.
Esa relación se basa en los acuerdos a que llegó el Estado español con la Santa Sede, firmados el 3 de enero de 1979, (solo cinco días después de la entrada en vigor de la actual Constitución Española (CE) que se publicó en el BOE el 29 de diciembre de 1978) y que sustituían al antiguo Concordato. El hecho de que la firma tenga fecha posterior a la de promulgación de la CE es crucial porque, en buena lógica, no debería haberse firmado algo que pudiera estar en contradicción con ella. Pero son muchos los juristas que sostienen que pudiera haber en los dichos acuerdos aspectos concretos que no se ajustan a la letra y al espíritu de nuestra Constitución. Habrá quien diga que hemos de felicitarnos porque ya no está en vigor el artículo 1 del Concordato que regía hasta la firma de los acuerdos actuales y que he copiado bajo el título de este artículo para general conocimiento pero sostengo que, aun sin estar en vigor ese artículo, el actual gobierno actúa como si lo estuviera.
Así, la ministra de Defensa envió una orden a las unidades militares para que la bandera española ondeara a media asta en todas ellas durante la Semana Santa, a pesar de la existencia del Real Decreto 684/2010, de 20 de mayo, por el que se aprueba el Reglamento de Honores Militares en el que se especifica qué personas tienen derecho a que se les rindan honores fúnebres militares y cuando ha de estar la bandera nacional a media asta. Bien, pues en ese Real Decreto no se incluye a Jesucristo entre esas personas, ni la Semana Santa entre los días en que la bandera nacional deba estar a media asta.
Pero el caso que avergüenza a cualquier demócrata es ver a una ministra, la de Defensa y tres ministros, el de Interior, el de Educación, Cultura y Deporte y el de Justicia asistiendo a una procesión de Semana Santa, típico acto religioso, y, puesto que participaba un grupo de legionarios portando el Cristo y que éstos cantaban una canción legionaria, sin cortarse un pelo, los ministros se lanzaron a cantarla también. Se unen aquí unos militares protagonizando un acto religioso, unos ministros que asisten al mismo en su condición de tales no de meros ciudadanos, y esos mismos ministros cantando un himno titulado, nada menos, “Soy el novio de la muerte”. Sonrojante.
Por si no fuera suficiente, hemos tenido que escuchar, en sede parlamentaria, las justificaciones del señor Ministro de Cultura: “Soy el ministro que mejor canta”; “¿Qué problema tienen ustedes con la libertad? Me dice lo que tendría que cantar, la libertad es que cada uno hace lo que quiere”; “Todo lo relacionado con la semana santa española forma parte de nuestras tradiciones culturales”. ¿Qué concepto tiene el señor ministro de Cultura, precisamente el señor ministro de Cultura, sobre lo que son tradiciones culturales? Vergonzoso.
Pero, hablando de conceptos, lo más terrible, lo más triste para mí es que todo un ministro de CULTURA declare públicamente que “la libertad es que cada uno hace lo que quiere”. Y recuerdo que Aznar, ex presidente del PP, en 2007 nos dijo aquello de: «Las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber déjeme que las beba tranquilamente” porque, según él, en eso consiste la libertad sin que le importe que su ejercicio individual pueda dañar a terceros. Con lo cual podemos concluir que en el PP el concepto “libertad”, esa palabra que para muchos de nosotros es sagrada y ellos manosean, consiste en que cada cual haga lo que le dé la gana, independientemente del daño que puedan causar a otros.
Es en este punto cuando regreso al inicio de este artículo. Porque solo se puede hacer “lo que a uno le dé la gana” cuando no se cree en la democracia y se tiene poder suficiente para que nadie se lo impida. Bien, pues lo que está ocurriendo con las cuestiones religiosas en España, país cuya Constitución establece que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” (Artículo 16.3) es lo mismo que ocurría cuando, en lugar de regirnos por la Constitución, estaba vigente el Concordato de 1953, es decir, la Iglesia Católica, como entonces, impone sus ideas y condiciones y los ministros ultracatólicos del gobierno actual ceden, conceden, subvencionan, premian, condecoran…, porque tanto la Iglesia Católica como el gobierno piensan que libertad es hacer lo que ellos quieran hacer porque tienen poder para ello, sin sujetarse a la Constitución ni a ley alguna y, desgraciadamente, no tienen quien les frene.
No es posible seguir soportando estas cosas, estoy seguro que muchos católicos opinan lo mismo. Va siendo hora de que los partidos que sí creen en la democracia se comprometan a acabar con estas situaciones; no presumiré de tener la solución pero les ofrezco una idea sobre la que, al menos, podrían meditar y sopesar la posibilidad de llevarla a cabo cuando estén gobernando. Es la siguiente:
Teniendo en cuenta que los actuales acuerdos los ha firmado el Estado español con la Santa Sede que, independientemente de que esté reconocida como sujeto de derecho internacional (aunque no por todos los Estados existentes), se trata, en mi modesta opinión, de un Estado ficticio, España debería dejar de reconocer a dicho Estado con lo cual decaería cualquier acuerdo preexistente con la Santa Sede y el Vaticano. En esta nueva situación el Estado español mantendría las relaciones respetuosas que corresponde tener con cualquier entidad que desarrolla una actividad en el territorio español, sea esta de carácter educativo, sanitario, altruista, comercial, etc. y, en cada caso, sería tratada a efectos legales, fiscales o de cualquier otro tipo como todas las demás entidades que operan legalmente en el Estado español. Es decir, pagaría impuestos en las mismas condiciones en que deben hacerlo el resto de las empresas o entidades que consiguen beneficios por su actividad y obtendría las exenciones, bonificaciones o cualquier otro beneficio fiscal que le correspondiera por su acción altruista. Y podría opinar sobre cualquier asunto político, social o de cualquier otra índole como lo pueden hacer –y de hecho lo hacen- los colegios profesionales, las Reales Academias o cualquier otra institución relevante pero, en ningún caso, podría imponer sus criterios sobre dichos asuntos ni el gobierno o sus miembros los aceptarían con desprecio de las leyes como actualmente ocurre.
Lo que propongo no es ninguna barbaridad o cosa extraña porque hay 237 países en el mundo con alguna forma de representación internacional pero sólo 187 tienen reconocimiento absoluto. Los estados miembros de la ONU son 193 y en esta organización la Santa Sede tiene el estatus de observador. Lo que hace falta, en mi opinión, es que el partido o partidos que estén dispuestos a hacerlo, tengan las ideas claras al respecto, valentía para llevar a cabo algo que reconozco muy difícil, coraje para resistir las presiones previas en contra y las consecuencias posteriores, en definitiva, voluntad política para pasar por encima de eso que llaman “razones de Estado” y que, la mayoría de las veces, sólo son excusas para actuar en contra de los intereses generales.
No más derechos ni prerrogativas que la Iglesia Católica pueda creer que tiene en virtud de la Ley Divina y el Derecho Canónico, sino los derechos y obligaciones que le corresponden, como a todos, en cumplimiento de la Constitución Española y el resto de las leyes.