GETAFE/La piedra de Sísifo (24/04/2018) – Esta semana me movía en la duda sobre si escribir del proceso de dotarse de un blindaje protector, que aplican las personas que trabajan con colectivos vulnerables para no verse afectados en lo personal, y qué sucede cuando no sabes medir su alcance y conviertes, un ejercicio de defensa propia en lo emocional, en una deshumanización carente de toda empatía, respeto y cariño hacia las personas que cuidas y/o educas convirtiéndolas en cosas; como ha sucedido en el colegio de educación especial Ramón y Cajal con tres (mal)cuidadoras de un niño autista. Pero ya se ha escrito mucho, demasiado y, a veces, sin pararse a pensar.
También tuve la tentación de abordar el proceso cíclico que experimentan las ciudades y sufren sus ciudadanos: alergias desatadas en primavera, torradero insoportable en verano, otoño de nostalgias y remolinos de hojas por el suelo, frío desapacible en invierno y, por supuesto, obras por doquier el año antes de las elecciones. Pensé en expresarlo desde el punto de vista de una excavadora que tiene que ir al médico afectada de un estrés agobiante, una vecina desesperada a quien multan por intentar subirse el coche a casa, harta de ver vallas y zanjas donde hubo aparcamientos, o autocares de turistas japoneses que visitan y fotografían las calles levantadas con curiosidad oriental, pero sería darle gratis un arma arrojadiza a los apóstoles del “cuanto peor, mejor” y lo saben hacer muy bien ellos solos.
Y se me encendió la bombilla: La banalización de la denuncia. No nos equivoquemos, hay que denunciar todo lo que sea susceptible de ello, hay que insistir las veces que sea necesario y hay que difundir esas denuncias para, de una parte, procurar evitar que se repitan los hechos denunciados, y de otra, animar a que denuncien también todas las personas que se vean en situaciones similares pero eso no es una carta blanca para estar todo el día enredado en denuncias insustanciales y contraproducentes.
De toda la vida se han utilizado carteles para anunciar eventos, productos o servicios, pero hay tal proliferación de carteles anunciadores que nuestros ojos y cerebros se han acostumbrado a su presencia y, aun teniéndolos delante, no los vemos. Han perdido su efectividad y solo suponen un gasto para quien se anuncia y en engorro para quien los limpia después. Con las denuncias banales pasa lo mismo: Vemos a diario, con gran alarde de medios, denuncias a vena hinchada de hierba que crece en primavera, indignación cum laude de una bombilla que se ha fundido o elevar al Consejo de Seguridad de la ONU el caso de un contenedor de basura rajado. Son asuntos que se producen día a día, que conviene avisar para que se resuelvan con brevedad y que, si abusas de la denuncia, solo conseguirás que dejen de verse porque las conviertes en parte del paisaje aunque, eso sí, lograrás el carné de socio de honor de Quejicas Sin Fronteras y un diploma acreditativo.
No está marcado en ninguna parte el límite entre el aviso necesario, la queja razonada y la denuncia furibunda y la pertinencia u oportunidad de cada una, solo queda en manos del sentido común de cada uno que, como todo el mundo sabe, es el menos común de los sentidos.
Sed felices.