El castigo por inhibirse en política es ser gobernados por hombres indignos.
Platón
GETAFE/Todas las banderas rotas (25/04/2018) – En Europa hemos disfrutado durante algunas generaciones de lo que se dio en llamar el “Estado de bienestar”. Este consiste, básicamente, en que el Estado reconoce que todos los habitantes del país de que se trate tienen los mismos derechos sociales y, en consecuencia, tiene la obligación de proveer a todos ellos de los servicios necesarios para que esos derechos sean efectivos. Y se basa en el concepto de solidaridad: los que más tienen aportan más para que existan esos servicios y para que los que menos tienen puedan disfrutarlos.
Hubo que pasar por dos guerras mundiales, por un período de entreguerras convulso y caótico, por los gobiernos fascista y nazi en dos de los países importantes del continente, por los campos de concentración…, para que, por fin, algunos gobernantes entendieran que solo mediante ese compromiso entre el Estado y la ciudadanía (lo que llamamos “pacto social”), podría construirse una sociedad más justa. Fueron políticos de las dos principales corrientes ideológicas, lo que siempre hemos entendido como izquierda y derecha, fundamentalmente socialdemócratas y democratacristianos, los que pusieron en marcha el Estado de bienestar del que, como digo, hemos disfrutado durante un tiempo que, en términos históricos, ha sido muy corto.
El Estado de Bienestar de que hablo se sostiene sobre cuatro columnas: la sanidad, la educación, la seguridad social y la atención a la dependencia. Estas columnas están siendo socavadas en España exactamente igual que en toda Europa; por lógicas razones de cercanía e interés escribiré pensando en nuestro país, pero sin olvidar que formamos parte, para bien y para mal, de un contexto geográfico, político, económico y social, más concretamente la Unión Europea, en el cual la crisis de la que hablo se da en toda su plenitud.
En España estamos viendo, desde que gobierna el PP, que el proceso de acoso y derribo se ha acelerado, no sólo de forma brutal, sino sin disimulo alguno. El mecanismo cumple casi siempre los mismos pasos: primero, convencer a la ciudadanía de que el servicio público de que se trate –ya sea la sanidad, la educación, las pensiones, etc.- está abocado a la ruina o al fracaso debido a que el Estado los gestiona muy mal, a que no hay dinero suficiente, a cualquier otra razón o a todas juntas; segundo, convencer a la ciudadanía de que la gestión privada de los medios públicos remediará esa situación porque las empresas gestionan mejor que el Estado; tercero, convencer a la ciudadanía de que el cambio de gestión pública a gestión privada es neutro para el servicio, no supone ningún empeoramiento del mismo sino todo lo contrario; cuarto, entrega del servicio que sea (hospitales, colegios, universidades, pensiones, servicios de dependencia…) a empresas privadas.
Lo que ocurre después es conocido pero también se justifica: hay que aplicar medidas de recortes, restricciones, externalizaciones, etc. porque es la única manera de arreglar el caos y la ruina en que estaba la sanidad, la educación, etc. Y como colofón, que queden bien claras dos cosas: que todo esto es consecuencia de la mala gestión anterior, no de los “remedios” aplicados y que toda la culpa es de los gobiernos de izquierda.
Como puede ver cualquiera que no sea parte interesada o esté ideológicamente fanatizado, se trata de una calculada y bien planificada operación publicitaria que tiene por objetivo el trasvase de los servicios, medios y bienes públicos a manos privadas, objetivo que, a su vez, tiene la siguiente consecuencia: la derecha política mantiene satisfechos a sus correligionarios económicos y estos, a su vez, devolverán el favor mediante la financiación del partido que les ha beneficiado.
Es así como el Estado de bienestar, aquel pacto interclasista que permitió que durante un tiempo la sociedad funcionara, no perfectamente, pero sí de la forma más justa e igualitaria posible, se desmorona porque una de las partes, la derecha, se ha visto con la fuerza suficiente para lanzarse a la recuperación de lo que siempre consideró suyo. Porque en aquel acuerdo la izquierda actuó convencida de que era algo necesario, lo hizo consciente de que se dejaba pelos en la gatera, que hacía concesiones que no beneficiaban a los de abajo, pero lo hizo con el convencimiento de que era lo más conveniente para el conjunto de la gente; la derecha, por el contrario, aceptó el pacto porque no le quedó otro remedio ya que, entonces, estaba en horas bajas. Por eso, cuando las circunstancias empezaron a cambiar con la llegada de Reagan y Thatcher al poder en sus respectivos países, fueron poniendo a punto la maquinaria en el resto del mundo, especialmente en Europa, para desmantelar lo que tanto perjudicaba a sus intereses, más bien habría que decir, a su egoísmo.
Claro que quizá no hubiéramos llegado a este punto si la izquierda, especialmente la socialdemocracia, no se hubiera rendido prácticamente sin luchar. Parece que el enorme esfuerzo que supuso levantar una obra tan colosal la hubiera dejado exhausta; lo que es evidente es que quedó sin ideas, sin alternativas y optó por la peor de las soluciones: pretendió edulcorar, rebajar o disfrazar las medidas defendidas por la derecha con el argumento de que, acompañándolas con otras medidas sociales, no serían tan gravosas para las clases menos favorecidas. Este fue el camino marcado en el Reino Unido por Tony Blair y por Gerhard Schröder en Alemania que siguieron fervorosamente sus partidos hermanos europeos.
Todos sabemos que a toro pasado es fácil criticar, culpar a los que no supieron o no pudieron hacer lo que hoy vemos tan claramente. Por eso, pienso que no es aceptable que determinadas fuerzas políticas recién llegadas pretendan dar lecciones sobre el pasado. Tampoco me parece aceptable que la actual socialdemocracia, tanto la europea como la española, no hayan aprendido de ese pasado y sigan actuando hoy día de la misma forma: gran coalición en Alemania, apoyo “por razones de Estado” al PP (artículo 155 y otras cuestiones) en España.
Son tiempos difíciles, muy difíciles. Pero la socialdemocracia, si quiere volver a construir un proyecto español y europeo nuevo y distinto, que sirva a la mayoría, especialmente a las clases más desfavorecidas, debe liderar la unión de la izquierda para responder ideológica, política, social y económicamente a los retos que hoy tienen las sociedades. Porque no es la lucha por el poder entre las distintas formaciones de izquierda, que solo produce división, lo que nos interesa; no se trata de contar votos y escaños para ver quién dirige el Gobierno porque, mientras PSOE y Podemos anden en esa guerra, PP y Ciudadanos, por mucho que se peleen de cara a la galería, en el momento decisivo se unirán (la derecha podrá cambiar de nombre pero nunca se divide) y volverán a las andadas.
Ojalá una y otra izquierda, PSOE y Podemos, tuvieran la humildad de aprender de Portugal: en las elecciones de 2015, el partido conservador ganó porque fue el más votado pero la izquierda (toda la izquierda) puso al frente del Gobierno al socialista António Costa. Como sabemos, en Portugal, igual que aquí, existen diferencias ideológicas entre las distintas formaciones, pero tuvieron la inteligencia, el coraje y la capacidad de unirse para llegar a acuerdos, algo que no ocurrió en su momento en España. Allí no triunfó la derecha rancia como aquí porque el primer objetivo para ellos fue poner en marcha unas políticas progresistas en lugar de pelear por ver quién iba a ser el presidente que es lo que ocurrió aquí.
Pero no olvidemos la gente de a pie que este es un asunto que nos afecta a todos, que va directo al centro de nuestras propias vidas. Si creemos que la situación es injusta y queremos que cambie, hemos de empujar, hemos de participar, no podemos desentendernos porque la política es demasiado importante para dejarla, exclusivamente, en manos de los políticos.