“Llegará un día en que vosotras Francia, vosotras Rusia, Italia, Inglaterra, Alemania, todas vosotras, naciones del continente, sin perder sus cualidades distintivas y vuestra gloriosa individualidad, os fundiréis estrechamente en una unidad superior, y constituiréis la fraternidad europea”.
Víctor Hugo, Congreso de la paz, 1849. Discurso de apertura.
GETAFE/Todas las banderas rotas (07/03/2018) – En la primavera de 1950 la guerra fría es una realidad en Europa y se proyecta, como una negra sombra, una amenaza de conflicto entre el este y el oeste del continente, a veces de forma velada y otras veces no tanto. El núcleo del problema, como en los siglos pasados, reside en la relación entre Francia y Alemania y, sobre todo, en que ambos estados están convencidos de que están llamados a conducir el destino del continente. Para evitar el riesgo de repetir cada cierto tiempo el choque, siempre cruento y trágico para la población, unos pocos pensadores y políticos empiezan a plantear la necesidad de establecer un vínculo entre estos dos Estados y reunir en torno a ellos a todos los países libres de Europa para construir juntos un destino común.
Antes de que se llegara a pensar en un verdadero proyecto político y de que se convirtiera en un objetivo permanente de la política gubernamental de los Estados, cosa que aún está por hacer, la idea europea, es decir, la idea de una Europa unida en un proyecto político común, estaba circunscrita al círculo de los filósofos y de los visionarios. La perspectiva de unos Estados Unidos de Europa, según la fórmula de Víctor Hugo, correspondía a un ideal humanista y pacifista que fue brutalmente desmentido por los trágicos conflictos que destrozaron al continente durante la primera mitad del siglo XX. Esos hechos hicieron pensar a muchos que los europeos no teníamos remedio y que no era posible planteamiento alguno en el sentido antedicho. Como hoy, interesadamente, quieren algunos que pensemos.
Fue preciso esperar a las reflexiones surgidas de los movimientos de resistencia al nazismo y al fascismo, durante la Segunda Guerra Mundial, para ver aparecer, con muchas dificultades, el concepto de una organización del continente capaz de superar los antagonismos nacionales que se habían manifestado tan crudamente en las dos grandes guerras y en el caótico período de entreguerras. Altiero Spinelli, federalista italiano, y el francés Jean Monnet, inspirador del plan Schuman, fueron el origen de las dos principales corrientes de pensamiento que darían cuerpo al proceso de integración comunitaria: el proyecto federalista del primero, basado en el diálogo y en una relación de complementariedad entre los poderes locales, regionales, nacionales y europeos, y el proyecto funcionalista del segundo, basado en la progresiva delegación de parcelas de soberanía desde el ámbito nacional al comunitario. Ambas tesis confluyen en la convicción de que, junto a los poderes nacionales y regionales, debe existir un poder europeo asentado en unas instituciones democráticas e independientes, capaces de regir aquellos sectores en los que la acción común resulta más eficaz que la de los Estados por separado: el mercado interior, la moneda, la cohesión económica y social, la política de empleo, la política exterior y de defensa y la creación de un espacio de libertad y seguridad.
Es en ese contexto en el que Jean Monnet propone al Ministro de Asuntos Exteriores francés Robert Schuman y al Canciller alemán Konrad Adenauer la creación de un interés común entre sus países: la gestión, bajo una autoridad independiente, del mercado del carbón y del acero. Francia formula solemnemente la propuesta el 9 de mayo de 1950, propuesta que es acogida por Alemania, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Así nace el 18 de abril de 1951 la Comunidad Europea del Carbón y del Acero lo que, como apunta K. D. Borchardt, tiene una enorme carga simbólica: con los materiales que sirvieron para las guerras anteriores, se construirán los cimientos de la futura Comunidad Económica Europea que pretende ser el instrumento que las evite en el futuro.
Con estos antecedentes no es fácil explicarse los motivos que llevan a muchas personas a estar en contra de la actual Unión Europea. Los que nos sentimos profundamente europeístas debemos admitir que, ciertamente, la UE es impopular para una gran parte de los ciudadanos que la habitan; lo que ya no podemos es dar por buenas las razones que algunos esgrimen, por eso intentaré explicar las mías que están conectadas profundamente con la crisis política, que no económica, que venimos padeciendo desde hace mucho tiempo.
Por tanto, hablemos ahora de la crisis. Pero de la crisis en su amplio sentido político, no meramente económico como quieren hacernos creer, esto es, la crisis política que se inició con la llegada al poder en sus respectivos países de Thatcher y Reagan. En el devenir de esta crisis se han hecho patentes algunos de los motivos que podrían justificar la desafección hacia la UE que estaban presentes desde hace algún tiempo pero, igual que los árboles no dejan ver el bosque, la bonanza económica impedía que el ciudadano común lo advirtiera. Desde los tiempos de Thatcher y Reagan, el ultraliberalismo económico, en la medida que hacía más ricos a los ricos, también hacía más pobres a los pobres; y el ultraliberalismo político (sí, venía en el mismo paquete, no lo olvidemos) daba alas a la derecha más radical y a los nacionalistas empedernidos sobre todo en los países mejor situados económicamente; porque hay que decir que el nacionalismo siempre se expresa desde arriba hacia abajo, es decir, son los ricos los que, en épocas de crisis económica, convencen a los menos ricos de que les conviene separarse de los pobres. Ante este panorama, la socialdemocracia, que había sido protagonista principal del desarrollo del Estado de bienestar, como si hubiera quedado exhausta por tamaño esfuerzo, permanecía paralizada, sin ideas.
El Consejo Europeo, el Consejo de Ministros y la Comisión Europea van a remolque del Fondo Monetario Internacional y, desde que la llamada crisis económica empezó a mostrarse, toman todos los días medidas económicas que, al día siguiente, han de ser modificadas o aumentadas porque “los mercados” no han quedado satisfechos; parece que formamos parte del antiguo mundo mitológico griego: los dioses se han enfadado y exigen a los pobres mortales sacrificios, nunca suficientes, que los aplaquen. O, quizá, estemos sometidos, más bien, a algo mucho más real: al chantaje de las grandes corporaciones económicas, dirigidas por personas concretas que tienen nombre y apellido; y a un chantajista no se le vence accediendo siempre a sus exigencias sino buscando sus puntos débiles y negociando a partir de ahí hasta vencerle: eso es hacer política.
Los Estados miembros que tienen una visión economicista de la UE, que la ven más como mercado que como entidad política, deberían entender que hemos de ir hacia una Unión no solo monetaria que es la que ahora existe, tampoco únicamente a una deseable y necesaria unión fiscal, sino que hay que hacer posible que la UE pueda tomar decisiones conjuntamente en muchos otros ámbitos políticos con repercusión económica.
Por si todo esto fuera poco, estamos, desde hace bastante tiempo, en una época de sequía en cuanto a lo que tradicionalmente se ha dado en llamar “hombres de Estado”; ¡cuánto echamos en falta a Schuman y a Adenauer, a Monnet y Delors, a Palme, a Kohl, a Brandt…! Incluso al González de sus primeros tiempos. Aquellos líderes hablaban de política, la de verdad, de lo que importa al conjunto de los ciudadanos europeos, no de intereses nacionales como escuchamos a los actuales.
En el siguiente y último artículo sobre este asunto intentaré dar mi visión en cuanto a la forma en que la UE debe dejar de ser, o, más bien, debe dejar de ser vista como problema para ser considerada la solución.