GETAFE/La piedra de Sísifo (16/01/2018) – Estaba todo el mundo muy embebido en sus cosas; unos atareados en revolver papeles para que parezca que están haciendo algo, otros escudriñando los mensajes de su red de espías para seguir poniéndole faltas hasta a los amaneceres rutinarios, los de más allá esquivando a duras penas legajos, lanzados con tino hacia sensibles partes de sus anatomías, un poco más lejos, un grupo pegaba voces tratando, no tanto de hacerse oír, sino de que no se entendiera a los demás y todos, sin excepción, acumulando grasa bajo la piel, a la espera de un hipotético invierno que se presentaría crudo, muy crudo; ahí estaban distraídos cuando una mano cruel, no se sabe deliberadamente, aposta o adrede, pulsó el Play y la música empezó a sonar.
Como en esa escena que hemos semidormitado tantas veces, ante los célebres documentales de la 2, donde se observa las costumbres de una colonia de lemures de Madagascar; todos levantaron la cabeza al unísono, erguidos hasta el dolor, con los ojos tan abiertos que mostraban una redondez propia de los animé japoneses, empezaron a bracear nerviosos y, movidos por un resorte secreto, a danzar torpemente alrededor del círculo de sillas colocado en el centro. Poniendo en riesgo su imagen galana, trataban con un ojo de elegir el lugar donde se sentarían mientras, con el otro, vigilaban a los demás danzantes, por si algún movimiento ejecutado con torpeza delatara una debilidad utilizable en su contra.
La misma mano traviesa que toco el botón de arranque, pulsó la pausa y se hizo un instante de silencio incómodo. Se abalanzaron contra las 27 sillas sin orden ni concierto, como suelen suceder estas cosas y, cómo no, el tumulto cobró tintes dramáticos: Allí había demasiado bailarín para tan poca silla, demasiadas bocas para tan pocos platos y el doble de manos para una ridícula cifra de asideros. La aparición de la sangre era inevitable y la desaparición de cuerpos y almas, la lógica secuela.
Un momento, dijo alguien, no me salen las cuentas. Trató de contar a los participantes pero sin levantar el culo de la silla que había logrado. El resto también miraba nervioso a su alrededor tratando, discretamente, de desenmascarar algún intruso que complicara aún más las escasas oportunidades estadísticas de pillar cacho. Los que estaban sentados evaluaban con más curiosidad que tensión, los que quedaban de pie escudriñaban descaradamente los rostros de los privilegiados con asiento, por si daba la casualidad de dar con una presencia impostora, desconocida, inopinada o fuera de lugar a la que levantar de un preciado sitio si carecía de legitimidad para ocuparlo. La conclusión unánime fue que, aunque no estaban todos los que eran, eran todos los que estaban. Habría que intentarlo de otro modo.
El tosco, rudo y eficaz servicio de seguridad desalojó sin miramientos a los desafortunados que mantenían la verticalidad. Unos con desagrado y otros con resignación fueron ocupando posiciones en la grada del fastidio para ser espectadores privilegiados del siguiente asalto. Mientras tanto, el personal de la organización había reducido a 14 el número de sillas y, con los 27 contendientes preparados a su alrededor, volvió a sonar la música…
Antonio Calvete
16 enero, 2018 at 10:40
¡Qué bien has sabido expresar el baile que, a más de un año vista, ya ha comenzado!
Lo triste es que, como tienes razón, durante todo el tiempo que queda hasta las próximas elecciones la mayoría dedicarán más tiempo y esfuerzos a conservar su silla que a trabajar por Getafe. He dicho la mayoría, no todos… que cada cual se sitúe donde corresponda.