GETAFE/El rincón del lector (24/05/2017) – Muchas horas después de la última muestra de maldad absoluta perpetrada en Manchester, soy incapaz de borrar esas imágenes de mi cabeza. Una pregunta me asalta a cada poco, en un absurdo intento de empatizar con las víctimas: Qué habría hecho yo si mi hijo fuera una de ellas. Aun siendo un supuesto de ponerme en un caso que no es el mío, por unos instantes percibo un vacío en el estómago seguido de un dolor desconocido por crudo, intenso y puro; sin paliativo posible en su condición de eterno, seguido de incredulidad: No puede ser, alguien se ha equivocado. Y solo lo estaba imaginando.
La siguiente sensación es la ira, una ira integral, cósmica, irrefrenable, desprovista de compasión hacia el asesino, más bien al contrario, impregnada de crueldad y saña; aunque mi lejano yo consciente me insistiera en su inocencia, odiaría al ser humano y su obra, a la especie capaz de albergar semejante monstruo, al primero que odió y a toda su estirpe y a todos los que comercian con sangre, indiferentes de su inocencia o responsabilidad.
Qué habría hecho, sabiendo lo que sé, si me hubiera encarado con el asesino un rato antes de su masacre, es otra de las cuitas con que me torturo inútilmente: hablar, llorar, implorar, atacar, morir con él, morir sin él, matarlo…, carece de sentido lógico sumergirse en una frustración tan profunda cuando algo ha sucedido a miles de kilómetros pero, qué le vamos a hacer, tener mucha imaginación te da estos disgustos y, al menos para mí, es inevitable.
Trato de ponerme en la piel de esos padres que vieron como su hijo menor, su hija adolescente, sus gemelos… se fueron para siempre. Lo intento pero, con todo el dolor que siento, soy incapaz siquiera de acercarme un milímetro al sufrimiento que debe torturarles.