GETAFE/La piedra de Sísifo (30/05/2017) – La fotografía que ilustra este artículo es de las fiestas de 1964 y la tierna criatura que aparece en ella, un servidor. Sobra decir que no tengo recuerdos conscientes de aquella época, si acaso, alguna imagen suelta más cercana a algún sueño que a una realidad concreta, pero sí sé que el “recinto ferial” estaba situado en la T que formaban las calles Magdalena y Arboleda, donde se ubicó varios años, colonizando en su crecimiento esta última hasta, más o menos, el lavadero, un poco más abajo del Cine Avenida. Nosotros vivíamos en la calle San Martín de la Vega y, en los días de feria, los escasos 300 metros entre mi casa y el primer cachivache, como los llamaba mi madre, se hacían eternos.
Cuenta mi padre que, de chiquitito, los caballos me daban pánico pero los coches me encantaban (aún no se me ha pasado), probable herencia genética de un hombre que detestaba el fútbol pero adoraba los deportes de motor. El caso es que, bien por mi mayor percepción de la realidad, bien por el crecimiento de una ciudad en expansión, la feria fue creciendo en tamaño y hubo de cambiar de localización. Tampoco se fue muy lejos, concretamente ocupaba el enorme solar de la parte izquierda de la avenida Juan de la Cierva (la Pista, como era conocida), entre el actual centro de salud y la calle Capitán Carlos Haya y, como nos pillaba muy cerca, nos mudamos a vivir a un incipiente barrio de Juan de la Cierva.
De aquellos años recuerdo la fascinación por el bullicio, las luces, los enigmáticos mensajes: ‘El Monstruo de Guatemala’ o ‘La Mujer Araña’ (un burdo montaje, mediante espejos, de una cabeza humana que asomaba y parecía tener un cuerpo deformado o con ocho patas peludas), el Teatro Chino de Manolita Chen (donde no podían acercarse los niños por no sé qué pecados), el estruendo de los coches de choque, la inocente Ola (que, a ojos infantiles, parecía muy peligrosa), la Tómbola de los Hermanos Cachichi (que siempre toca, si no es un ……… -no recuerdo- una pelota) o la atracción a la que derivé mi pasado miedo por los caballos: La Pista de la Muerte, un cilindro hueco de varios metros de altura donde un motorista daba vueltas en su interior “con grave desprecio a su propia vida”, aprovechando la fuerza centrífuga, mientras él mismo o una muchacha hacía piruetas sobre su montura. Simple pero eficaz.
La Democracia y mi adolescencia iban en el mismo lote, la feria se trasladó a la avenida de España, entre la calle Gibraltar (no sé porque lo llaman avenida) y la plaza de Barcelona. El solar de la Pista quedó para la plaza de toros portátil, los puestos de pollos asados, pinchos, el Gran Circo de los Hermanos Tonetti y el nacimiento de una institución: el chiringuito del PCE, donde los días grandes de feria costaba tanto tiempo como empujones llegar al mostrador. Era el punto de encuentro y donde se acuñó la acertada frase: “Damos de cenar a todo Getafe para que luego voten a otros”. Si mi memoria no falla, primero estuvo situado en la actual plaza de las Heras, con puerta por la calle Escaño, a la altura de San Martín de la Vega; luego pasó a un pequeño solar junto al parque del Brasero, de ahí mudó a su mítica ubicación en la calle Ramón y Cajal (donde vivió su transmutación a Izquierda Unida), obligados por el lógico uso para la construcción de un solar tan goloso, pasó, junto a los entonces otros dos partidos, PSOE y PP, a la trasera de la plaza de España, después a Getafe Central y, ahora, en el recinto ferial.
Habíamos dejado a la feria en la avenida de España e, igual que las fiestas iban creciendo y evolucionando, mi pareja, mis amigos y yo mismo, también. Durante un par de años el recinto ferial estuvo en el espacio que había dejado la granja del RACA 13 (calle Sánchez Morate), con sus cuatro niveles en terrazas; con la recepción del cuartel, antes de ser universidad, después e trasladó al margen izquierdo de la calle Madrid, justo antes de la plaza de Victoria Kent (el lazo, para entendernos) y, de ahí, al actual recinto ferial, un acierto, a mi juicio.
En lo personal pasé, sucesivamente, de ir con mi pandilla a ir con mi chica, con mi mujer y con mi hijo, a echarle unas cuantas horas currando en el chiringuito de IU (me encantaba el buen ambiente que se vivía), a volver solo con mi mujer y, estos últimos años, gracias a las redes sociales, con nuestros amigos de entonces; de convertir en un ritual el acercarse a tomar un vinito Montroy, con su barquillo empapado y, al rato, una berenjena. Ahora que mi “tierna criatura” está en edad de merecer, no creo que tarde mucho en hacer una foto similar a la que preside este texto, pero dos generaciones más adelante.
Disculpad la “chapa” que os he soltado, disfrutad de las fiestas e intentemos que el “buen rollo” nos dure el resto del año.
¡Felices Fiestas!