Por favor, no disparen al pianista (lo hace lo mejor que puede)
GETAFE/El rincón del lector (30/01/2017) – Antes que las películas del Oeste fueran el reclamo de 13Tv (y otros canales de la carcundia) para tener enganchados a nuestros mayores y, entre película y película, infectarles el cerebro con mensajes tóxicos; fueron una compañía que nos hacía más llevaderas las sobremesas de sábados y domingos cuando solo había dos canales de televisión: la “normal” y el UHF.
Este cine tiene un esquema simple pero muy eficaz: Hay buenos, investidos de nobleza, buenos deseos, paciencia franciscana y una causa por la que merece la pena morir; los malos son crueles, desalmados, presos de una ambición enfermiza y sus bajos instintos dictan cada paso que dan. No había conflictos en el espectador y era muy fácil alinearse con el bueno y su duro penar por la vida en pos de su horizonte vital. Tampoco faltaba una pelea memorable en el saloon del pueblo, culminada por un tiroteo donde moría un secundario importante y al bueno le daban un tiro en el hombro. Hasta ahí todo discurría según el esquema clásico.
Con el tiempo, se dio la circunstancia que, en la posiciones tomadas por buenos y malos, había matices que enredaban el guión y aparecía un personaje que daba alegría al ambiente con su música, sus legendarias borracheras y una secreta amistad nunca confesada con una de las partes: el pianista. Nadie reparaba en él pero cuando faltaba se le echaba de menos, a todos les parecía prescindible pero en su ausencia el silencio se hacía denso y pesado, todos habían pensado alguna vez que estaría bien emplear en otra cosa el poco dinero que cobraba pero su sonrisa amarillenta de whisky y tabaco se contagiaba a todo el saloon. Solo con pasar por las inmediaciones, al oír la música, se sabía si había ambiente o era todo aburrido; era el termómetro que medía lo acalorado de las discusiones y nos gustaba. Qué le vamos a hacer, le habíamos cogido cariño.
Los tiroteos en el saloon de hoy se resumen en dimes y diretes en el Salón de Plenos, escaramuzas en las redes sociales, algunos puñetazos simbólicos entre los partidarios de unos y de otros y, con más frecuencia de la recomendable, actuaciones del sheriff que acaban en el juzgado y, a veces, en la cárcel. El pianista aporrea teclas de un ordenador y, aunque comenzó en el oficio por nobles ideales, solo trata de sobrevivir del modo más digno a las balas que silban a su alrededor y, con frecuencia, se pregunta si merece la pena soportar tanta infamia por unos pocos euros, a tanto la palabra. Como en el Oeste, los malos solo lo toleran cuando toca machaconamente, una y otra vez, la misma canción, la que les regala el oído y sueltan espumarajos de odio cuando suena un ritmo que les desagrada con una letra que juzgan detestable. ¿Y los buenos? Los buenos, suponiendo que los haya, no reparan en su presencia salvo cuando se equivocan de nota y, en ese caso, se lo recriminan agriamente.
Sea como fuere, a los humildes granjeros que trabajamos las áridas tierras del pueblo, no nos viene mal movernos a un ritmillo vivaracho de vez en cuando, bailar si queremos o mover el pie al compás de la música. Nos hace sonreír a veces y ponernos a reflexionar en modo solemne en otras, de modo que, POR FAVOR, NO DISPAREN AL PIANISTA (LO HACE LO MEJOR QUE PUEDE).