GETAFE/La piedra de Sísifo (17/01/2017) – El escenario del García Lorca tenía poco que envidiar al rastro dominical madrileño: trastos de variada naturaleza y pelaje multicolor repartidos por toda su extensión, trapos raídos y mugrientos colgando de telones y puentes, muebles desvencijados apoyados de cualquier manera sobre los laterales impidiendo cualquier mutis que no fuera acrobático y ruido, mucho ruido; un ruido desagradable de mil voces hablando a la vez mientras se aporrean las mesas y se patalea con saña el sufrido entarimado. ‘Clima Político’ se titulaba la obra.
Las obras de un teatro, dentro de un teatro, impedían cualquier movimiento fluido hasta varios metros por encima del suelo con grave riesgo de accidente y, unos aparcamientos antiguos, tenían el subsuelo lleno de trampas para incautos y aparatosos accesos acristalados por todas partes. Los corredores naturales estaban ocupados por torres polvorientas de legajos, recursos, mociones, autos y sentencias, y unos individuos envueltos en togas negras ponían en cuestión cualquier “buenos días” por inocente que pareciera. El público sufría en sus butacas.
En el foso la orquesta se aplicaba a la tarea de ponerle énfasis o calma, según conviniera, a ese sin dios pero, como de un Titanic tierra adentro, nadie reparaba en su presencia y menos en su esfuerzo; solo carreras y reproches. Unas tímidas fanfarrias anuncian algo, un súbito apagón lo confirma, un redoble le pone emoción y, al volver la luz, los aparcamientos han desaparecido de escena. Mientras unos espectadores aplauden enfervorizados, otra parte abuchea con pulgares hacia abajo. En el gallinero, el vulgo, que no sabe qué ha pasado, les manda callar mientras agudiza los oídos. El escenario está más limpio sin obstáculos, solo hay polvo y material de construcción. Cae el telón para un descanso.
La barra de la cafetería es testigo de encendidos debates sobre trucos, planes y futuros propios y ajenos. Suena el timbre y, con el cierre de la última cortina, esta vez sí, la orquesta capta la atención de la platea. Lentamente sube el telón de terciopelo y en escena solo hay jueces. Jueces y abogados. Jueces y alguaciles. Jueces y periodistas. Una jauría de jueces que claman justicia disfrazada de venganza y ajustar cuentas en nombre de la ley. Nadie ríe. La mitad de las butacas está sufriendo mientras traga saliva esperando el siguiente golpe que se anuncia. La otra mitad está vacía; sus ocupantes siguen celebrándolo en el bar.
Termine como termine la obra, dentro de dos años, unos ya ríen relajados y otros aprietan los dientes con rabia y frustración. El vulgo, en el gallinero, no sabe dónde se representa la obra. ¿En el escenario? ¿En el patio de butacas? ¿En la calle? Da lo mismo, cuando descubran que ellos son también personajes con nombre, apellidos, texto y movimiento, todo habrá terminado y estarán a la venta las entradas para la siguiente función. El espectáculo debe continuar…