GETAFE/La piedra de Sísifo (31/10/2016) – La moda de Halloween tiene tantos detractores ofendidos como defensores apasionados y ambos tienen algo en común: consumen un desmesurado torrente de energía en discutir sobre una gilipollez. Por una parte, considero una chorrada entregarse con los ojos cerrados a una celebración, por el solo hecho de proceder de Estados Unidos (que además, es mentira; sus orígenes están en el norte de Inglaterra o Escocia y fue llevado a América por los emigrantes irlandeses); por otra, es una forma divertida de desmitificar y despojar de artificiosa solemnidad todo lo que rodea a la muerte. Para quien no lo sepa, los mejores chistes siempre se han contado en los velatorios. De una forma o de otra, le concedo tanta importancia a esta disyuntiva que, en mi lista de prioridades, está inmediatamente después de decidir si compro calcetines negros con una raya de color o sin ella.
También se le asocia la costumbre de relatar cuentos terroríficos a la luz de las velas, historias que perturbarán el sueño y te harán pasar una noche de angustia e inquietud. Si es por eso, bienvenido sea. Ahí va mi aportación a la causa:
Aunque lo habían limpiado cien veces, los cascotes, escombros y deshechos de cantería volvían a aparecer otras tantas como por ensalmo. El solar estaba protegido, decían, por una valla, a su vez cubierta por lonas, que se adivinaban debajo de un enorme cartelón metálico. Daba lo mismo, los operarios que debían llevar a cabo la compleja operación de despejar el paso al camión que se llevaría, otra vez, todo lo inservible, montaban y desmontaban la estructura con la facilidad del sepulturero calculando a ojo las dimensiones de la fosa, con solo ver fugazmente al finado. Haberlo hecho tantas veces, es lo que tiene.
Aquel 31 de octubre, los sufridos vecinos de los edificios adyacentes habían achacado los ruidos nocturnos a los grupos de chavales que, disfrazados de monstruos y sin gota de sed, corrían por el centro de Getafe, arriba y abajo entre canciones y risotadas. Era Jalogüin, o como se diga eso, y habría que aguantarse. A cada poco, en el dichoso solar, se oía una voz grave, bien modulada pero muy fuerte, que decía: ¡Música para mis oídos! Y el espacio donde una vez iba a haber un teatro, vibraba con la reverberación. Los cristales trataban de escapar de sus ventanas y los cuadros de las paredes acababan, inevitablemente, torcidos. Eso sí causaba miedo. Unos destellos azules llenaron de ojos curiosos las ventanas de la calle Madrid pero no había coches, ni agentes, ni gente; el resplandor surgía del cielo, el mismo cielo del que brotó un tronante “¡Alto a la Guardia Civil!”. De modo inconsciente, se tensaron los esfínteres en un kilómetro a la redonda.
Un ser pequeñajo de sonrisa lobuna y pelo rubio, escandalosamente platino, corría incansable de General Palacio a Ricardo de la Vega, ida y vuelta, gritando histérico: “¡Socorro, Soler me roba! ¡Socorro, que me meten mano!”. Los vecinos, desavisados de tan pavorosa aparición, notaban cómo se erizaban sin remedio los pelillos de la nuca mientras un respingo recorría su espina dorsal.
Mientras tanto, en la intimidad del solar que una vez fue un teatro y, no se sabe cuándo, volvería a serlo, un servicio de catering de cinco tenedores terminaba de servir generosamente las mesas que flotaban en el aire. Un individuo fondón de ralo flequillo rubio, embutido en una americana dos tallas más pequeña, pagaba con una tarjeta de crédito municipal mientras Paco, el de Valdemoro, le llenaba los bolsillos de billetes de avión. “¡Que nos pongan de beber!”, gritaba. La escena no podía ser más espantosa cuando apareció una mujer relativamente joven, de ojos azules inexpresivos, cabello moreno, sucio y lacio, envuelta en un vestido raído de los años sesenta y pies descalzos. Se iba acercando uno a uno a todos los presentes y les susurraba al oído: “Ten cuidado, en esa curva me despeñé yo”. Espeluznante.
Los vecinos tapaban sus oídos con las manos presos de un terror irracional. “¡Música para mis oídos!”, “¡Alto a la Guardia Civil!”, “¡Socorro, que Soler me roba! ¡Socorro, que me meten mano!”, “¡Que nos pongan de beber!”, “Ten cuidado, en esa curva me despeñé yo”; retumbaba en las paredes una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… hasta que amaneció.
El rumor de la máquina barredora dio paso a la febril actividad de los gitanos que, camisa negra impecablemente planchada y olor a after shave de marca, preparaban los tenderetes de flores cada cincuenta metros. Había terminado Halloween y, como cada 1 de noviembre, había que visitar el cementerio.