OPINIÓN/La piedra de Sísifo (17/10/2016) – Érase una vez, hace mucho tiempo, en un país muy, muy lejano; una ciudad que tenía un club de fútbol en Primera División. Los vecinos estaban muy orgullosos de su equipo pero, aunque querían, no podían acudir al estadio a verlo porque costaba mucho dinero, la gente lo necesitaba para comer y se tenían que conformar con sacarle el jugo al escaso minuto que aparecía en los resúmenes de voceros, bardos y juglares.
Pero no siempre había sido así, al principio de los principios los vecinos, dichosos, llenaban el campo y todo el mundo era feliz; hasta que ocurrió. Aún no se sabe a ciencia cierta si, el hombre que lo presidía, era malo desde el principio y los había tenido a todos engañados con su apariencia de tipo llano y del pueblo o es que los años, la fama y el dinero lo habían endiosado hasta hacer que se mudara a vivir a un palacio imaginario donde reinaba con altanería y desdén hacia el populacho del que, decían, había salido.
Como quiera que fuese, la cruel realidad lo había despojado de su máscara a empujones y ya no engañaba a nadie. Se sabía, por ejemplo, que había endeudado al club sin necesidad para, a través de un entramado de sociedades pantalla, descapitalizarlo y en operaciones abracadabrantes pasar grandes cantidades de la caja de caudales del equipo a la suya propia. Se hablaba y no paraba del misterioso destino al que habría llegado el enorme tesoro que, eufemísticamente, llamaban Derechos de Cantares de Gestas y del que los contables habían oído hablar mucho pero visto muy poco. Se especulaba sobre la misteriosa titularidad de las fichas de los jugadores y las jugosas cifras en comisiones que lubricaban cada operación y, consecuencia de todo esto, Hacienda tenía puesta la lupa sobre su figura por si encontraba algún hilo del que tirar.
La ciudad había sido generosa con él y le había ofrecido unas instalaciones nuevecitas para que las usara, según sus necesidades, a cambio de solo una moneda. Además, año tras año, le llenaba la caja de lingotes de oro para cubrir parte de sus gastos, que eran muchos, y apenas le pedía que rindiera cuentas más allá del mínimo obligatorio por la ley. Pero, como la maldad nunca descansa, este hombre quería más. Pidió más, exigió más y, al no conseguirlo, trató primero de dirigir su ejército de acólitos contra el consistorio y más tarde, en un rizo rayano en la locura, acudió a los jueces por el hipotético incumplimiento de una palabra dada sin tener en cuenta que, la terrible época de vacas flacas que atravesaban, había arrasado granjas y cosechas, debiendo estirar el magro resto del granero hasta límites insospechados. La verdad, la cuente Agamenón o su porquero, es que los recursos de la ciudad deben ser para sus ciudadanos y el fútbol solo es un juego.
El rencoroso presidente que, ni cede, ni perdona, ni olvida, se la tenía guardada y no tardó en pasar al cobro lo que entendía una deuda de la ciudad para con él: las instalaciones que la ciudad había puesto a su disposición serían suyas o de nadie y, por un quítame allá esos barbechos, emprendió el chantaje de decirle a la ciudad que era ella quien debía pagar los suministros de velas y aceite para alumbrarse y agua para el riego, la ciudad se negó y él, que iba camino de convertir los juzgados en su segunda residencia, les volvió a denunciar.
El final de esta historia queda borroso entre la espesa bruma del tiempo pero, según cuentan, trató de vender la flaca remanente de lo que otrora fue opulenta empresa, a unos mercaderes de Oriente que, mediante subterfugios nigromantes, lo envolvieron en un maldito encantamiento del que, cuando despertó desnudo sobre un albañal, solo recordaba lo que pudo ser y no fue. La ciudad, que nunca abandona a sus hijos, le acogió en su amoroso seno y ahora vive humilde segando la hierba que, un día, sus pies hollaron con desprecio.