Recientemente, la aparición en los medios de comunicación de la fotografía de un niño sirio, ahogado en una playa turca por donde escapan miles y miles de sus compatriotas huyendo de la miseria, de la guerra y de la muerte segura, ha estremecido nuestra conciencia europea.
Parece como si hubiera sido necesaria esta imagen para establecer un antes y un después de la misma tragedia y así podernos despertar definitivamente ante la visión horrorizada de una catástrofe humana que no es nueva, pero que, ahora, tiene mayor difusión.
La muerte de una sola persona, en cualquier mar o en cualquier alambrada separadora, como consecuencia de la salida forzosa y desesperada de su tierra hostil, emprendiendo un viaje a lo desconocido para encontrar una vida mejor a la que tiene derecho, debería ser suficiente para cuestionarnos el tipo de sociedad que hemos construido o estamos construyendo y que da lugar a estas situaciones.
Es cierto que se ha propiciado y conseguido un masivo espíritu solidario general –que nos movería a actuar por nuestra propia cuenta- ante este éxodo de miles y miles de sirios, fundamentalmente, que se van para seguir viviendo con el riesgo de seguir muriendo. Que salen de su país por la crueldad de unos y el olvido de otros.
Pero ya existía un antes de este mismo problema que, en definitiva, es lo mismo que el después, pero sin tanta solidaridad generalizada. Porque, desde hace bastantes años, miles y miles de africanos –por ejemplo-, también con las mismas necesidades de huir y con los mismos riesgos que correr, hacen lo mismo que los anteriores. Intentar conseguir en Europa un poco de mejora en sus vidas, de esa de la que, probablemente, nos sobre a nosotros, a los del Norte, y no la compartimos con nadie. Pero no se sabe por qué, han tenido menos incidencia en los medios de comunicación.
La tragedia era, es y, por desgracia, seguirá siendo la misma porque la causa que, fundamentalmente, la origina está vigente: una desigualdad terrible y una nula distribución justa de los recursos existentes, entre todos los seres humanos. Ello impide una vida más digna para la mayoría y les obliga a abandonar sus orígenes por cuestiones económicas o por unas guerras artificiales creadas entre unos pocos que detentan un poder que no les corresponde.
Bienvenida sea la solidaridad, sin exclusiones y por siempre, a la que estamos asistiendo. Pero solidaridad entendida como denuncia, como compromiso y como un “modus vivendi” permanente, de todos, hasta conseguir una sociedad más justa que no arrastre hacia el precipicio a una parte de sus moradores.
Bienvenido sea este cambio, que ahora exterioriza una gran mayoría de la población, y que nos hace ofrecer y compartir algo de nosotros y de nuestras posesiones, al margen de las distribuciones y repartos que de las personas están haciendo, de manera ignominiosa, los gobernantes de turno, verdaderos responsables de esta catástrofe.
Que no se quede, ni de forma temporal, ni porque los medios de comunicación de masas nos toquen nuestra fibra sensible con mayor fuerza.