Vaya por delante el reconocimiento a la persona, al hombre que fue capaz de asumir sobre sus espaldas el peso de una Transición hoy denostada pero que le dio a este país una Democracia sobre la que asentarse y crecer en un momento clave de la historia. Adolfo Suárez fue capaz de navegar entre las aguas turbulentas de un inmovilismo fascista que no quería cambiar el orden establecido y un ansia de ruptura de otro sector de la sociedad que, en las antípodas, reclamaba el cambio total. Suárez fue la figura del consenso, que fue capaz de amparar una y otra visión y hacerlas confluir para dar el salto de la dictadura a la Democracia; fue el hombre que fue capaz de aunar a todos los partidos alrededor de una Constitución en la que consiguió que todos cedieran una parte, una lección que deberían recordar y asimilar muchos líderes actuales. Fue capaz también de afrontar una crisis económica y de relaciones laborales promoviendo los Pactos de la Moncloa, otro gran acuerdo social y político.
Todo ello dentro del clima de ruido de sables constante que se materializó el 23-F con un golpe militar que en el que la dignidad de la persona superó incluso su magnitud política. Fueron cuatro años de mandato convulsos en los que el terrorismo de ETA y los GRAPO hacía temblar las instituciones y potenciaban el ala más radical y dura del régimen anterior.
Pero Adolfo Suárez fue coraje y valentía. Como persona y como líder. Consiguió el haraquiri de las cortes franquistas para sacar adelante la Ley de Reforma Política que posibilitó que se convocaran las primeras elecciones democráticas. Y suya fue también la decisión de legalizar al Partido Comunista. Ese reconocimiento al partido más representativo de la izquierda en aquellos años suponía un tema tabú para una parte de la sociedad que provenía del ala más radical de la derecha.
De aquellas elecciones de 1977 salió reforzado con una promesa: la de consensuar una Constitución en la que participaran todos los partidos políticos, tuviesen la representación que tuviesen. Lo consiguió.
Ayudó a recomponer con valentía algunos territorios periféricos del país y restauró por decreto la Generalitat de Cataluña, trayendo al presidente Tarradellas del exilio. Su viaje de una semana por las tres provincias vascas en una época en la que el terrorismo arreciaba fue también un signo de la importancia que este presidente dio a los gestos públicos.
Uno de los gestos que pasarán a la historia del Adolfo Suárez humano y de su grandeza política fue su postura ante el intento de golpe de Estado donde la Dignidad se escribió ese día con mayúsculas.
Adolfo Suárez no tuvo una carrera política fácil, con un partido montado con barones y tendencias variopintas que le pusieron zancadillas constantes en su carrera, pugnando por echarle de su puesto al mínimo error. En su lista de aciertos fue capaz de rodearse de un equipo de Gobierno de altas capacidades, en el que destacaba Fernando Abril Martorell, que se convirtió en el ideólogo de Suárez; también Gutiérrez Mellado que supo poner en su sitio al ejército; o los ministros José Luis Leal y Fuentes Quintana.
Su propia renuncia fue también un ejemplo de dignidad. “He llegado al convencimiento de que hoy, y, en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia”, dijo en su despedida. Una marcha que dejaba a un lado el interés personal para pensar en la colectividad.
Con su muerte ha conseguido el aplauso y la unanimidad que no logró a lo largo de su vida personal y política. Pero el haber de Adolfo Suárez es innegable escribir que gracias a él y al pueblo español se ha vivido el periodo más largo de la Democracia española en el que además se ha construido el mayor avance de la historia de España en libertades individuales y colectivas, en derechos y avances sociales y en el desarrollo económico de la historia de España. Toda esta labor, recogiendo el sentimiento de la calle, de una sociedad que reclamaba el protagonismo que Suárez fue capaz de darle.
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