Opinión – A debate
La sentencia dictada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declarando ilegítima y anulando la aplicación retroactiva de la doctrina Parot, emanada de nuestro Tribunal Supremo, ha puesto al descubierto el deterioro de nuestras instituciones. Las reacciones de buena parte de nuestra clase política ante dicha sentencia no han hecho sino corroborar tal deterioro y demostrar la incapacidad de nuestros gobernantes para renunciar por una vez a manifestaciones populistas que solo buscan el electoralismo.
Empezaré por señalar que entiendo y comprendo a todas las víctimas de delitos graves. Comprendo que defiendan que los delincuentes, cuyas manos hayan estado ensangrentadas, se pudran en la cárcel. Entiendo que manifiesten su dolor, incluso en manifestación pública. Y, aunque no comparto, entiendo que la resolución judicial del Tribunal Europeo les haya disgustado profundamente.
Resumidamente la sentencia establece que, cuando cometió los delitos la recurrente, la pena de cumplimiento máximo que establecía la ley era de 30 años o el triple del tiempo de la pena más grave. Y que, desde el siglo XIX, todos los beneficios penitenciarios se proyectaban sobre dicho límite, lo que en la práctica suponía una reducción de dicho tiempo máximo de condena.Hasta 1995 no se modificaron dichas normas, y lo que expresa por unanimidad el TDH es que nuestro TS se situó por encima de la ley aumentando el tiempo de encarcelamiento de la recurrente pese a que los delitos fueron cometidos con anterioridad a dicho año. Dicho de otro modo más contundente, nuestro TS vulneró un principio básico del estado de derecho: la irretroactividad de las normas penales más desfavorables para el delincuente.No se puede tolerar en un estado democrático que se impongan penas de la privación de libertad más largas que las establecidas en la ley vigente en el momento de cometerse los hechos. Es un principio constitucional de seguridad jurídica.
La vulneración de esos principios por parte de la sentencia del TS es tan grosera que es la punta del iceberg del deterioro político de nuestras instituciones. No cabía esperar otra decisión distinta del TDH en aplicación de las exigencias materiales de legalidad. No se puede aplicar un derecho de conveniencia según los gustos o las circunstancias. Debido al autoritario funcionamiento de los partidos políticos y a nuestras leyes electorales, cada vez es más quimérica la separación del poder legislativo del ejecutivo. Pero sobre ello existe una conciencia social amplia, y dicha situación, más pronto que tarde, será corregida por el electorado. Sin embargo no existe tan amplia conciencia social sobre el deterioro de otras instituciones como los tribunales de control a todos los niveles, incluido el control jurisdiccional.
Esta sentencia del TDH pone el dedo en la llaga de ese deterioro. Algunos partidos políticos, fundamentalmente la derecha española, crean y apoyan los clamores sociales de justicia material contra las execrables conductas terroristas, y de otros ilícitos penales, por encima de lo establecido por la ley. Pero más grave es aun que nuestro TS ceda a las exigencias de ese clamor social, mediático y político, y dicte una resolución contraria a los principios elementales del derecho.
No se puede ni se debe impartir justicia sin la base de la ley o contra lo establecido por la propia ley. Ello nos pondría cerca del legendario oeste, y al menos lejano tiempo de la dictadura. Que las víctimas del terrorismo manifiesten su dolor es comprensible para cualquier ciudadano sensato. Pero esa manifestación no debiera dirigirse contra el TDH sino contra los que no promovieron la modificación de la ley en el momento oportuno.
Lo vomitivo es que haya partidos políticos que salgan con sus dirigentes a la calle para buscar réditos electorales aunque ello suponga deteriorar aun más el sistema democrático. Y ello además de que comparten la responsabilidad de no haber establecido con anterioridad a 1995 la modificación del cómputo de las penas en la hipótesis de delincuencia grave múltiple. A nuestros jueces debemos exigirles mayor rigor e independencia frente a las presiones de toda índole, incluso frente a las que ejercen los poderes económicos a través de los medios de comunicación. Manifestarnos para mostrar nuestro dolor y solidaridad con las víctimas es un deber ciudadano. Manifestarnos para exigir que no se cumpla la ley es sencillamente intolerable en un estado de derecho.