La figura de Suárez me sugiere la del estadista, el político de amplias miras, por oposición al político sectario de partido. Su corta estancia en la presidencia y el fracaso del CDS, el partido con el que intentó volver a tener un papel importante en la vida política, son pruebas de ello. Fue un hombre que, más allá de sus errores y de su procedencia del régimen anterior, tuvo éxito en la política al dirigir la transición de una dictadura de cuatro décadas al más largo periodo democrático que ha vivido España. Fue elegido desde las instancias del franquismo pero puso su impronta en un cargo que requería de unas características que él poseía: la capacidad de diálogo y consenso, el sentido del deber y la conciencia del momento decisivo que tocaba gestionar con el objetivo puesto en un cambio sin violencia.
Pilotó el cambio, además, soportando las más adversas condiciones políticas pues la transición coincide con una fuerte crisis económica, la amenaza golpista y el recrudecimiento el terrorismo. Sin incurrir en la idealización de la transición, en la que hubo tantos fallos como aciertos, es justo señalar que estas dificultades hacen brillar más la figura de su cabeza más visible. En estos días asistimos a un panegírico constante de su figura que contrasta con el rechazo que sufrió durante sus años de actividad pública tanto desde la derecha como desde la izquierda.
Sería de desear que del panegírico pasaran algunos a tomar cierto ejemplo. Porque, en estos momentos de mediocridades políticas en los grandes partidos, que no saben o no quieren abordar los grandes problemas en los que está sumido nuestro país logrando pactos de Estado, hay que volver la vista a momentos de nuestra historia reciente en los que la visión de Estado predominó sobre las diferencias partidarias.
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